1964

AutorAdán Cruz Bencomo
Páginas171-239
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Resuélvalo quien pueda y sepa
Tres sonetos por lo menos escribió Vicente Riva Palacio digno de la Antología:
“La vejez”, “Al viento” y “El Escorial”. Casi no hay florilegio de poesía mexica-
na que no incluya uno de los tres, cuando no los tres. José María Vigil, Juan
de Dios de Peza, Antonio Castro Leal, para citar a los antólogos que ahora
recuerdo, los preferían sobre otros sonetos, siendo todos, como suyos, piezas
de singular belleza y acabado. Los poemas que escribió con el seudónimo de
Rosa Espino, no quedan a la zaga de los que publicó con su nombre verdadero.
Más tiempo, menos urgencia y dispersión, si otro hubiera sido el tiempo que le
tocó vivir, hubieran hecho de Riva Palacio el poeta y el escritor que sólo fue a
ratos. Hay en sus novelas, en sus romances, en sus sonetos, en sus cuentos, en
sus ensayos críticos, lascas de instantáneo fulgor. No logró decir la canción que
escuchaba, pero estuvo siempre atento a su melodía y al eco que lo enajenaba.
Como otros literatos de su generación, y es cosa que sorprende, había leído
muchos libros, sobre todas las materias, como puede verse en sus obras. A qué
horas leyeron si sus arreos eran las armas y su descanso el batallar? Como le-
yeron, escribieron: de prisa, mientras caminaban, durante las pausas que iban
dejando las discordias civiles. A la luz de las fogatas y el vivac. Y cuando alguna
paz y ocio alcanzaron no pudieron trabajar de otra manera, de tal modo se había
hecho naturaleza en ellos la improvisación, con todos los riesgos, los aciertos y
peligros de la improvisación.
Sorprendía a los españoles, cuando fue ministro mexicano en Madrid,
la sapiencia y la autoridad con que siempre disertaba sobre cualquier asunto. La
condesa de Pardo Bazán llegó a expresar alguna vez aquella sorpresa, obligan-
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ANDRÉS HEN ESTROSA
do al general Riva Palacio a una respuesta a más de aguda, cortante. Pero con
todos hizo migas y alcanzó respeto y consideración. Yo tengo entre mis libros
algunos que pertenecieron a Riva Palacio, con dedicatorias autógrafas que por
igual retratan a destinatario y autor; así una de Antonio Cánovas del Castillo.
Pero yo he divagado. Lo que quería era transcribir un soneto que aparece
de puño y letra del General en el tomo de Poesías de Alberto Lista –Madrid,
1822. ¿De quién es obra? ¿De Lista o de Riva Palacio? Una rápida revisión de
las poesías del español no me conducen a declararla suya; tampoco se encuen-
tra entre los poemas del mexicano. Pudiera ser de Lista y que Riva Palacio la
hubiera copiado de alguna parte por la consonancia que guarda con sus com-
posiciones personales. Resuélvalo quien pueda y sepa:
No hay en el prado flor, onda en el río,
tronco en la selva , ni en el prado viento,
a quien en tri ste y lamentable acento
no llorase mi aman te desvarío.
Mas cuando a la qu e causa el dolor mío
pretendo declarar el m al que siento
falta la voz, y el per turbado aliento
vuelve al pe cho cuajado en hielo frío.
¡Dura pena de amor! siente l a herida
de su flecha cru el y hablar no es dado
a quien san ar pudiera su veneno.
¡Ah!, ¿cómo hablar podré si enarde cida
el alma, cu ando mira el rostro amado
dejando el corazón vu ela a su seno?
¿De quién es el soneto Clementina Díaz y de Ovando? ¿Es de Lista? Y
esa referencia al viento, ¿no recuerda, no contiene un eco lejano, no prefigura
las imágenes que aparecen en el famoso soneto “Al viento” del general Riva
Palacio?
3 de enero de 1964
AÑO 1964
ALACE NA DE MINUCI AS 173
Paul Westheim, amigo de México
Una nota necrológica y un artículo de Alvar Carrillo Gil me enteran de la
muerte de Paul Westheim ocurrida en Alemania, ahora quince días. Tenía
ochenta años, de los cuales cerca de veinte había vivido en México. Persegui-
do en su país vino a América, a México, tierra que siempre le tuvo fascinado,
imantado. Aquí encontró campo para sus meditaciones, para la redacción de
sus libros, ahora ya sobre las artes antiguas y modernas mexicanas, y que a
pesar de no ser de su especialidad, produjo sobre ellas atisbos y teorías de
fulgurante penetración. La escultura del México antiguo, La cerámica del México
antiguo, El grabado mexicano resumen sus opiniones, ocurrencias y hallazgos,
procedimientos, intención y sentido que lo equiparan con los más excelsos
de otras antigüedades; con las más ilustres, con las más próceres: la griega, la
egipcia, digamos. Con razón dijo alguna vez Wells que de fuera ha de venir
quien nos descubra o ayude a descubrirnos. No es caso único el de Westheim,
pero es uno de los más peregrinos en su doble connotación de raro y selecto.
Tenía, para entender el arte precolombino de México, una preparación am-
plísima, sin contar con la agudeza y los dones de la intuición para cubrir los
huecos que dejan los documentos y la erudición.
Lector suyo, agregué a esa circunstancia el privilegio de haber gozado de
su amistad, de viajar con él y oírle sobre la marcha las reflexiones y los juicios,
que como fugaces saetas disparaba ante una obra maestra de la escultura in-
dígena, ante una greca, frente a un cacharro o un fragmento de piedra y barro
venerables. Se diría que amorosamente se inclinaba a levantar los restos de
una pieza para reconstruirla con sabiduría, para unir sus desperdicios y arries-
gar una interpretación, que siempre resultaba plena de reflejos, envuelta en
aquella luz que tuvo cuando salió de las manos de su creador.
Hace algunos años –¿diez, ocho, seis?– hicimos un viaje a Yucatán, invitados
de Alvar Carrillo Gil, anfitrión impar, gran amante de su tierra maya, conocedor de
su cultura y que habla con verdadera fruición y deleite su idioma nativo. Wes-
theim, como no podía dejar de ocurrir, había soñado siempre con aquel viaje.
Durante el trayecto pudimos oírlo con motivo de todo. A veces volvía el recuerdo
a la tierra de su origen, hablaba de sus amigos y compañeros, con esa entre dulce
y amarga añoranza que dan la lejanía en el tiempo y en el espacio. Ante las ruinas
mayas se apoderó de él, que era un reservado, tan medido en sus expresiones,
una verdadera enajenación verbal. ¡Qué cosas tan hermosas, tan nuevas, dijo!

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