1963

AutorAdán Cruz Bencomo
Páginas91-170
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Fobias de don Ramón
No son nuevas, sino por el contrario viejas, las fobias de don Ramón Menén-
dez Pidal a las antigüedades americanas. A las de México, desde luego. Lo que
sorprende es que sus años, su fama y su gloria no le hayan traído la serenidad
que parece correlativa a esas circunstancias. Cuán cierta se nos representa,
ante el caso de Menéndez Pidal, aquella afirmación de que, aun en el español
más notable, puede haber algo de gachupín y mucho de encomendero.
Don Ramón Menéndez Pidal agrega ahora, a lo mucho que ya ha dicho, y es-
crito contra los indios de América, una andanada de denuestos e incomprensio-
nes contra fray Bartolomé de las Casas, padre de los indios. Le duele al presidente
de la Academia Española de la Lengua, al ilustre historiador de las letras espa-
ñolas y aun hispanoamericanas, que el padre De las Casas censurara y condenara
con tanta virulencia y pasión, pero sobre todo con tanto amor, no importa por el
lado de quien se manifestara, los procedimientos de la Conquista, la destrucción
de Indias, el trato que los encomenderos, por encima de las leyes dictadas por la
corona española, dieran a las poblaciones aborígenes americanas. Es posible que
por demasiada vocación a la justicia fuera a veces contra la verdad. No importa.
Sin De las Casas, la Conquista hubiera parecido como una salvación, como
una bendición de Dios para los indios. Cierto es que no fue el único defen-
sor de los aborígenes. Lo fue también Motolinía, con quien Bartolomé tuvo
discrepancias muy hondas, porque siendo los dos igualmente piadosos y jus-
ticieros, eran distintos en los procedimientos y en la manera de manifestarse
amigos de los indios. El venerable fray Toribio, cuya humanidad nadie discute,
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ANDRÉS HEN ESTROS A
fue opositor del Obispo de Chiapas y escribió contra él palabras de condena.
Bartolomé de las Casas era de esos españoles que, por fortuna, nacen de cuan-
do en cuando y cuyo destino parece condenar las aberraciones de su patria más
por amor que por odio, más por nacionales de buena ley que exigen que en su
tierra reinen la justicia, el amor y la grandeza verdaderos. Es, en ese sentido,
de la misma estirpe que Mariano José de Larra, Ángel Ganivet, Joaquín Costa,
Miguel de Unamuno. ¿No dijo Joaquín Bartrina, en versos memorables, que si
alguien habla mal de España es español?
Volvamos a don Ramón Menéndez Pidal. Ha tenido que violentarse, sin
duda, para poder aceptar como buena la especie de que los conquistadores no
destruyeron nada, por la sencilla razón de que en América no había nada que va-
liera la pena de ser conservado. Ni letras, ni ciencias, ni arte, ni filosofía; nada,
en fin, que pudiera calificarse, sin que, en la clasificación hubiera mentira, de
cultura o civilización. De nada le han servido al enorme polígrafo los descu-
brimientos del pasado y del presente para mejorar sus ideas al respecto; se
diría que ninguno de los libros maestros que se han escrito en los últimos tiempos
sobre las culturas indígenas americanas, en este caso, las de México, tienen
pizca de verdad.
Para don Ramón vienen a ser algo así como desahogo de sus autores,
como el resultado de una confabulación universal encaminada a encontrar
grandezas ahí donde sólo hay miserias, belleza donde sólo hay fealdad, cul-
tura donde sólo hay barbarie. El mundo entero ha proclamado, por ejemplo,
en la década que corre, la magnificencia de las artes precortesianas, equipa-
rándola a las más ilustres de toda la tierra: la griega, la egipcia, la caldea, la
india. ¿Creerá el autor de Flor nueva de romances vie jos que todo esto es una
gran mentira?
Hay quienes pretenden reducir las antipatías y fobias que algunos escrito-
res ilustres manifiestan con respecto a la apreciación de las culturas indígenas
americanas diciendo que suele venir de falta de información, lo que puede ser
cierto en otros casos, no en éste de Menéndez Pidal, hombre tan enterado
sobre mil cuestiones, entre ellas, las que tocan a América. No cambiaré de
criterio, por muy sabias y razonadas que sean las oposiciones que encuentren
sus juicios, dice, en lo cual se diferencia radicalmente de aquella actitud de
otro ilustre español, don Marcelino Menéndez y Pelayo, quien prefería batirse
en retirada cuando alguno, más enterado que él en esta o en aquella cuestión,
le ponía los puntos sobre las íes. ¿Quién no recuerda que Menéndez y Pelayo
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rehuyó la polémica con José de la Riva Agüero con respecto al valor del Inca
Garcilaso, considerado como historiador?
Pelayo había dicho que Garcilaso, el Inca, era un novelista más que un his-
toriador, quizá porque ello ofendía menos su condición de español y partidario
de la Conquista. Porque, si los Comentarios reales eran verídicos, realmente la
Conquista fue en muchos aspectos una maldición más que un don del cielo.
En cambio, calificar los Comentarios como novela, era restarle toda verdad, a
cambio de cubrirla con el elogio al gran estilo y a la soberana imaginación del
autor.
Los descubrimientos arqueológicos contemporáneos –es cosa que sabe
muy bien el lector– han venido a probar que las glorias del Perú, que cantó el
Inca, tenían base verdadera. No. Don Ramón Menéndez Pidal no cambiará de
opinión, morirá con ellas –y que el día de su muerte esté lejano– para la mayor
gloria de las letras en lengua española.
6 de enero de 1963
Nombres de mujeres
Cuando Agustín Yáñez estuvo por primera vez en Juchitán, ya va para veinti-
trés años, invitado a mis bodas, algo que más le llamó la atención fue el nom-
bre de las mujeres, comenzando por los de la novia y las cuñadas. Después,
en sus novelas, muchos de los nombres que allá oyó han aparecido, siempre
rodeados de aureola y lejanía. En aquel su precioso relato publicado el mismo
año de aquella boda –Espejismo de Juchitán– nuestro gran novelista se recrea en
ensartarlos, tal unas perlas en hilo de oro.
En Juchitán, o para ser más exactos, en el Istmo de Tehuantepec, los
padres se empeñan en encontrar para sus hijas nombres extraños, raros, pe-
regrinos, que las individualice desde la misma pila bautismal. Muchos los en-
cuentran en las viejas novelas y poemas; cuando esto no ocurre, los inventan
eufónicos y poéticos. El calendario ya hace mucho que no los satisface y se
queda así para el pueblo más primitivo el santoral, en lo que ayuda una vieja
creencia, según la cual, quien desdeña el santo de su día no cuenta con su am-
paro. Los nombres inventados suelen resultar de la unión que se haga de
dos, tomando una sílaba de cada uno, cuando no sobreponiéndolos. Miren,

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