El 16 de septiembre (1855)

AutorGuillermo Prieto
Páginas515-526
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EL 16 DE SEPTIEMBRE (1855)*
¿CÓMO rehusar mi voz aunque débil y doliente para las solemnidades de la
patria? Hijo humilde del pueblo, con el bautismo de sus creencias, de sus
instintos y de sus dolores, sustentando en sus brazos y enaltecido, yo tan os-
curo y despreciable, con sus distinciones, siempre he tenido un cántico entre
mis labios para sus glorias, siempre ha palpitado en mi corazón el odio con-
tra sus opresores, ¡siempre he sentido en mis ojos lágrimas al recordar sus
inmerecidos y multiplicados infortunios!
Pero en esta vez desconfío, porque me parece que usurpo una misión
que no me corresponde, porque me falta la conciencia de mi sacerdocio,
porque temo suplantar la voz del entusiasmo y poner en espectáculo una es-
pecie de impostura en la tribuna del pueblo.
¡Mexicanos!, esta solemnidad no debería nacer como nace de una con-
vocación o cial, como una delegación de fórmulas, como el resultado de un
reglamento frío e imposible, de los afectos de una nación. En tales circuns-
tancias, el orador obedece a un mandato, su voz hace parte de un programa
de entretenimiento; las  ores que derrama no tienen frescura, y esta serie de
preparaciones teatrales, la etiqueta de la comitiva, la ordenación del espec-
táculo, todo forma el mentís enérgico contra los esfuerzos del orador que
disputa la atención a las músicas, a las tropas y a los otros objetos que pue-
den divertir a su auditorio.
¡Cuán diverso he concebido siempre en mi corazón y en mi inteligencia
este sagrado aniversario del nacimiento de la patria! Lo concebía levantán-
dose el pueblo en masa como un solo hombre, entusiasta, espontáneo, gene-
roso porque es fuerte, grande porque es generoso, sublime por la fe en su
poder omnipotente. Este pueblo inundando las plazas, anunciando con las
lenguas de bronce de las torres su pompa cívica, enviando a los cielos en
mensaje de trueno los acentos de su felicidad; ese pueblo, transparentando,
por expresarme así, sus afectos, reviviendo sus recuerdos, se reúne, se agru-
pa, hace necesaria una voz para sus sentimientos; entonces nace el orador, y
es elocuente porque es la expresión de ese pueblo conmovido, es su manifes-
tación hablada, su palabra poderosa; es porque el Dios se hace hombre; en-
tonces ese orador que tiene por templo una plaza y por tribuna una piedra o
una cureña habla, y su voz es un alarido de guerra, un himno de júbilo, un
cántico de gloria.
* Pronunciado en la Alameda de la ciudad de México.

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