Con los pies sobre la tierra "No nos vamos a ir"

AutorArmando Bartra Vergés
CargoDoctor en Filosofía, Profesor Investigador del Departamento de Relaciones Sociales, UAM-X. Coordinador del suplemento "La Jornada del Campo" en el periódico La Jornada
Páginas715-750

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Y de repente un día entra una topadora y se encuentra que por donde tiene que hacer una locación petrolera está mi casa. Y ahí comienzan los problemas, porque justamente nosotras no nos vamos a ir a vivir a la luna, o a otro lado que no sea donde siempre hemos estado.

Entonces nuestra lucha es fuerte.

Mujer mapuche1

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I Preámbulo

El primer combate que los belicosos yaqui tuvieron contra las fuerzas españolas fue el 5 de octubre de 1533. Los españoles, al mando de Diego de Guzmán, habían llegado el día 4 a la margen izquierda del río Yaqui: pasaron dicho río el día 5 y después de algunas horas de marcha, vieron en la llanura una multitud de indios que venía a su encuentro arrojando puños de tierra hacia arriba, templando los arcos y haciendo visajes. El jefe de ellos, cuando estuvo a corta distancia de los españoles, trazó con el arco una raya muy larga en el suelo, se arrodilló sobre ella, besó la tierra, después se puso en pie y empezó a hablar manifestando a los invasores que se volvieran y no pasaran la raya, pues si se atrevían a pasarla perecerían todos.2

Cuatrocientos setenta años después la raya sigue ahí. En mayo de 2013, la tribu yaqui instalaba un campamento sobre la carretera internacional 15 cerca de Vicam, exigiendo la cancelación del acueducto Independencia que conduciría rumbo a Her-mosillo 75 millones de metros cúbicos de agua del río Yaqui, dejando sin riego a los pobladores originales en beneficio de los capitalinos, pero también de empresas como Ford, Heineken y Big Cola. Asunto en el que, al parecer, también intervienen, por debajo del agua corporaciones trasnacionales que rentan tierras en el Valle.

No importa si lo de la raya en el suelo y el "no pasarán" de 1533 es leyenda o verdad, el hecho es que los yaqui llevan cinco siglos repelando por su sierra, por su valle, por su río, por el derecho a gobernarse a su modo y por su existencia como pueblo. En el arranque del México independiente se dejaron usar militarmente por conservadores y por liberales, entre otras cosas porque mientras duraran los conflictos entre los grupos dominantes sus tierras no eran amenazadas, pero en los años ochenta del siglo XIX cuando el gobierno de Porfirio Díaz empezó a promover la colonización económica del valle, la tribu se puso en pie de guerra empleando armas y las tácticas aprendidas en el ejército. Y así siguieron hasta 1933 cuando el presidente Cárdenas les reconoció la propiedad de 36 mil hectáreas en forma de ejidos. Al firmar el acuerdo no dieron las gracias, simplemente dijeron que habían "ganado la guerra".

No la habían ganado del todo y después han tenido que seguir peleando por su existencia. El combate más reciente, contra el acueducto Independencia, se inscribe en la nueva oleada de movimientos en defensa de tierras, aguas y otros recursos naturales. Generalización de la lucha por lo que hoy llamamos territorios, que es nacional pero también latinoamericana.

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II La defensa de los territorios

En el tercer milenio, los campesindios mexicanos siguen luchando por la tierra como lo han venido haciendo los últimos quinientos años. Cuando la conquista resistieron la usurpación, durante el siglo XIX participaron en las guerras de Independencia y más tarde en estados como Yucatán, Sonora, y lo que ahora son Jalisco y Nayarit, se alzaron contra la exclusión y los emergentes latifundios. El movimiento encabezado por Manuel Lozada en el entonces Cantón de Jalisco, fue políticamente confuso pero claridoso en sus decires:

No estamos conformes, porque se nos ve como extranjeros en nuestra propia patria, razón de que nuestros terrenos están usurpados por los grandes propietarios, y aunque se nos ha ofrecido hacer que se nos devuelvan, jamás lo hemos conseguido.3

En el arranque del siglo XX se alzaron en armas por tierra y libertad. Consiguieron la primera pero no la segunda, pues los gobiernos posrevolucionarios cambiaron parcelas por sumisión política. Cincuenta años después sus hijos y nietos, que ya no habían alcanzado ejido, pelearon porque se reanudara el reparto agrario. Dos décadas más tarde, los indios se alzaron por el derecho a gobernar sus territorios.

Así, durante los siglos XIX y XX las mujeres y hombres del campo trajinaron de distintos modos por tierra y libertad. Y lo siguen haciendo. Sólo que hoy el combate rural más visible es defensivo y se libra en los llamados territorios: espacios en disputa donde las comunidades indígenas y mestizas tratan de preservar su patrimonio amenazado por codiciosas corporaciones. Es como si cinco centurias más tarde el saqueo iniciado en la Conquista y continuado en la Colonia se reavivara. Pero ahora la rapiña ya no es obra de encomenderos, hacendados y finqueros, sino de las grandes empresas y sus cómplices en el gobierno.

Las resistencias al despojo capitalista son globales, transclasistas y multiétnicas, aunque se intensifican entre los pobres de la periferia y, en particular, entre los indios con quienes el despojo se encona. En el continente americano se han multiplicado en los últimos tres lustros haciendo de la defensa territorializada de bienes comunes: naturales, socioeconómicos y culturales, una de las vertientes más concurridas del conflicto social del siglo XXI. Trajín contestatario que da fe de que en Nuestra América colonizada y clasista, el sujeto social rural más persistente es una bifronte fusión de lo campesino y lo indígena en que se entreveran el derecho a la tierra que se gana con el trabajo y el derecho a la tierra que otorga la ocupación ancestral.

De esta gran confrontación hay que dar cuenta documentándola pero también poniendo en claro lo que está enjuego y lo que hay detrás: la racionalidad sistémica

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que subyace en la nueva ofensiva territorial del gran dinero y la trascendencia y significado de los movimientos que la resisten. Empezaré por la reseña.

III Recuento de resistencias

Minería tóxica con tajos a cielo abierto; exploración y explotación altamente contaminantes de combustibles fósiles; grandes presas, carreteras y ductos que desplazan pueblos, alteran cuencas y fracturan ecosistemas; erosión de la diversidad maicera a través del secuestro, alteración y privatización de su genoma; urbanizaciones salvajes y emprendimientos turísticos invasivos; ocupación de los espacios del pequeño comercio por las grandes tiendas departamentales; invasión del paisaje urbano por la publicidad comercial y política; desposesión del tiempo de ocio y sus lugares domésticos por los medios electrónicos de comunicación masiva que usufructúan el espectro electromagnético; privatización de las playas y el paisaje; mercantilización del patrimonio cultural material e inmaterial; saqueo forestal y pesquero; concentración de tierras agrícolas; acaparamiento y contaminación del agua dulce; cárteles de la droga que imponen su ley sobre extensos territorios.

Todas ellas, actividades localizadas que chocan con formas preexistentes de apropiación del espacio y, en particular, de usufructo territorial. Así, de mil maneras, las comunidades rurales y urbanas vemos amenazado nuestro hábitat por una invasión de poderosas empresas predadoras. Corporaciones a las que casi siempre respalda el gobierno, no sólo porque la teología de la neoliberalización llama a pri-vatizar, también porque los funcionarios van de los cargos públicos a los consejos de administración de los negocios que beneficiaron. Capitales intrusos que, a primera vista, no están tan interesados en explotar el trabajo de la gente, como en expropiar sus bienes patrimoniales y, a veces, expulsarla de la tierra interrumpiendo o desquiciando los intercambios sociales, laborales y simbólicos que nos unen con el lugar que habitamos. Y este es un acto de violencia, de violencia extrema.

No sólo los pueblos indios, todos los vivientes ocupamos uno o varios lugares en esta tierra y todos, sin excepción, participamos en relaciones territorializadas por las que habitando, trabajando y significando el entorno preservamos física y metafí-sicamente la vida, refundamos a diario el cosmos y una y otra vez le restituimos el sentido a las cosas. Si se rompe este vínculo mágico, si somos expulsados de nuestro lugar o se destruyen las condiciones que nos permitían permanecer, se rompe real y simbólicamente el equilibrio del mundo.

Minería. Todos reinventamos el cosmos de a poquito con los pequeños ritos privados y sociales de los que está empedrada la cotidianidad, pero los wixárica asumen la compartida responsabilidad cosmogónica de manera excepcionalmente entusiasta, generosa y colectiva, además de periódica, ritual y estetizada. Así, las peregrinaciones que 30 mara'akate o jicareros realizan todos los años al cerro sagrado de Wirikuta, donde a través de visiones propiciadas por el largo viaje, el ayuno y el

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hicuri o peyote, recrean el mundo de la luz, son eventos que algún modo nos incumben a todos, por muy agnósticos que seamos.4

Pero la peregrinación anual de los chamanes huicholes está en riesgo y, por ende, también peligra la armonía cósmica. Grandes partes del desierto del amanecer, que desde 1999 fue declarado reserva natural y lugar sagrado, han sido otorgadas a mineras como First Majestic Silver, que tiene 22 concesiones, y Revolution Resources, cuyo

Proyecto Universo, está previsto para ocupar 60 mil hectáreas, la quinta parte de la reserva.5

Aunque divididos por un siglo de disputas territoriales, los wixárica se congregan año tras año para cumplir el compromiso que tienen con ellos mismos, con nosotros y con el Universo. Y ahora lo hicieron también para defender sus territorios sagrados. El Frente Tamatsima Wahaa puso en acción a los indígenas, pero movilizó igualmente a un amplio segmento de la opinión pública formado por quienes sabemos —o intuimos— que permitir la...

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