La obra del Constituyente (Cap. V)

AutorEmilio Rabasa
Páginas728-776
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Emilio Rabasa
LA OBRA DEL CONSTITUYENTE (CAP. V)
LOS AUTORES de la Constitución, aparte de las di cultades con que tropezaron
para plantear libremente sus ideas, estuvieron siempre sometidos a podero-
sas causas que perturbaban su criterio. Cuando los días no eran serenos, no
podían estar serenos los espíritus. La agitación revolucionaria había sacudi-
do fuertemente a la sociedad, encendiendo pasiones que no se apaciguan en
un día, y las pasiones prevalecían aún en los ánimos, velando, sin mostrarse
y como arteramente, la claridad del juicio, la lucidez de la observación y aun la
pureza del intento, en los mismos hombres de quienes tenía que esperarse
la obra de la misma ley prometida por el programa de la insurrección liber-
tadora. El partido conservador alzaba revueltas de importancia en Puebla,
enseñoreándose de la segunda ciudad del país, que dos veces hubo que re-
conquistar a costa de sangre, y atizaba los rescoldos del fanatismo en cien
puntos regados en la extensión del territorio nacional, alimentando con ello
la descon anza que mantenía a los pueblos en constantes inquietudes. Un
hombre improvisado por la revolución tenía todo el poder dictatorial en las
manos. Exaltado contra la tiranía y moderado en principios; valiente en el
combate y tímido y vacilante en el gabinete; lleno de patriotismo y buena fe,
pero más todavía de escrúpulos y respetos tradicionalistas, más se hacía
temer de sus amigos por la incertidumbre, que de sus enemigos por los
elemen tos de fuerza. En el interior, sumándose a estas condiciones de in-
tranquilidad, la penuria del erario y las angustias de la necesidad inevitable y
urgente; en el exterior, no ya la descon anza, sino el desprestigio acumulado
por los años, fortalecido por los errores frecuentes y por las desventuras que
se nos imputaban como delitos.
En esta situación, los hombres que tenían injerencia en la vida pública, y
que fueron testigos de los acontecimientos que la formaron, habían llegado a
ser suspicaces y asustadizos en todo lo que se refería al poder. La historia de
los gobiernos de Santa Anna, con su último capítulo de dictadura cruel y sin
freno, había dejado en todos los espíritus la obsesión de la tiranía y del abu-
so, de tal suerte que el Ejecutivo no era para ellos una entidad impersonal de
gobierno, sino la representación enmascarada del dictador, y un peligro gra-
ve e inminente de todas las horas para las libertades públicas que encarna-
ban en el Congreso. Los diputados disentían en opiniones en cuanto a refor-
mas sociales, sobre todo cuando se rozaban puntos que podían afectar a los
principios religiosos; pero tenían una conformidad de ideas casi general
cada vez que se trataba de la organización del Gobierno o de los actos del
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que regía entonces la nación, porque en todos predominaba como elemento
superior del criterio la descon anza del Poder Ejecutivo y la fe ciega en una
representación nacional pura, sabia y patriota.
El Plan de Ayutla era bien diminuto para Ley fundamental de la nación,
por más que no hubiera de durar en vigor sino por tiempo limitado, que sus
autores supusieron mucho más corto de lo que al  n resultó. Como todos los
planes, no tenía más objeto que dar un programa a la revolución y hacer una
promesa a los pueblos para llamarlos a la lucha, y con poca re exión, o so-
bra de descon anza, sometió los actos del Ejecutivo provisional a la revisión
del Congreso que había de constituir a la nación. Este precepto, que daba a
la asamblea funciones activas en la política del Gobierno, injerencia en la
administración y responsabilidades en la gestión del Ejecutivo; que embara-
zaba la acción de éste con la tutela de la Cámara y subordinaba al voto de los
diputados todos sus procedimientos, destruía con unas cuantas palabras las
facultades omnímodas que se habían creído indispensables para dar vigor al
gobierno revolucionario, y lo hacía más pobre de medios y más escaso de
facultades que cualquier gobierno constitucional. La facultad de revisión
otorgada al Congreso estuvo a punto de producir las más violentas escisio-
nes, y con un jefe revolucionario de las condiciones que suelen ser indispen-
sables para tal jefatura, no es probable que la asamblea hubiese concluido
tranquilamente su obra.
La prudencia de Comonfort, de una parte, y el respeto que merecían su
honradez política, sus virtudes personales y su reciente historia evitaron que
llegara a verse, por sólo unas breves palabras del Plan, la forma de gobierno
más singular, más extravagante y más peligrosa. Como el Congreso no podía
hacer más ley que la Constitución, ni el presidente podía dar leyes sin que és-
tas no fuesen revisadas, ni dictar disposiciones que no pudiesen ser reproba-
das por la asamblea, resultaba la facultad legislativa en el Presidente y el veto
absoluto en el Congreso; el gobierno con facultades extraordinarias, es decir,
la dictadura, sometida al régimen parlamentario más cabal, y la asamblea,
que para constituyente había menester de serenidad, convertida en asamblea
de combate, derribando ministerios y haciendo gabinetes de partido.
No son éstas simples deducciones de las palabras del Plan de Ayutla, sino
consideraciones fundadas en los hechos. Muchos diputados tomaron en se-
rio el parlamentarismo, consciente o inconscientemente; Zarco, que conocía
bien el sistema y que era enemigo del gabinete, creía que se había llegado al
parlamentarismo puro, y en la sesión de 13 de junio provocó la renuncia del
ministro Lafragua, a quien traía siempre entre ojos, y expuso las teorías
del sistema, exigiendo a los ministros que se sometieran a sus prácticas.
Los diputados desmentían en la tribuna los rumores que corrían en
público de andar desavenidos la asamblea y el gobierno, atribuyendo a los
conservadores la malicia de propagarlos para debilitar la unión liberal y el
prestigio del orden revolucionario; pero lo cierto es que, desde el principio,
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gobierno y asamblea se vieron con descon anza, y la segunda no tuvo para
aquél escrúpulos de cortesía. Al discutirse sobre los manejos de Vidaurri, en
su propósito de unir Coahuila a Nuevo León, don Ignacio Ramírez hizo la
defensa del inquieto jefe fronterizo en un discurso sensacional, que resumió
al concluir en las famosas e imprudentes palabras con que declaró que “al
deponer Vidaurri su espada, quien quedaba desarmado era el Congreso”. El
ministro Montes recogió con indignación la frase y replicó que “el Gobierno,
el a sus juramentos, no había dado motivo para aquellas solapadas inculpa-
ciones”. Varias veces se dijo en la tribuna que el gobierno conspiraba para
entorpecer los trabajos del Congreso, que se servía de los diputados que des-
empeñaban empleos para hacer obstrucción, y estas acusaciones procedían
por lo general del campo progresista y algunas veces eran lanzadas por sus
más distinguidos miembros. Pero (ya lo hemos dicho) no estaban solos los
liberales en esta tendencia de oposición: los votos de verdadera censura que
hubo para el gobierno contaron siempre con una mayoría que no podía for-
marse sin los moderados, y que ya hubieran querido los progresistas al tra-
tarse de las reformas sociales que proponían.
Dictó Comonfort el decreto que restablecía el Consejo de Gobierno pro-
puesto por el Plan de Ayutla y que había sido disuelto, y designó algunos
consejeros para sustituir a los antiguos que, por ser entonces diputados, no
podían, según el Ejecutivo,  gurar a la vez en el Consejo. La asamblea pasó
el decreto a una comisión que dictaminó favorablemente sobre el restableci-
miento, pero en contra de la sustitución de los consejeros diputados, decla-
rando que no había incompatibilidad entre ambas funciones. Se encendió el
debate; Zarco atacó al ministerio e invitó a Lafragua a dejar la cartera de
Gobernación, y en frases severísimas pidió la reprobación del dictamen; ha-
blaron otros en el mismo sentido, y al  n, el Gobierno, sin más defensa que la
bien  aca que podía hacer la Comisión dictaminadora, que sólo adoptaba
la mitad del decreto, fue derrotado por setenta y nueve votos contra siete. El
dictamen, declarado sin lugar a votar, volvió a la Comisión; de modo que si
Lafragua hubiese creído, como Zarco, que el parlamentarismo regía durante
aquel periodo anormal y sin Constitución, la crisis se habría declarado desde
luego con la dimisión de un gabinete que no contaba sino con siete votos en
la asamblea.
Asunto no menos peligroso fue el que dio para largos debates el Ejecuti-
vo, haciendo observaciones a un decreto de la Cámara y suspendiendo sus
efectos. Facultada ésta para revisar los actos del gobierno de Santa Anna,
declaró insubsistentes varios artículos de un decreto de 1853 que concedía
recompensas a los militares por la defensa contra la invasión americana, y el
gobierno, en vez de sancionar el decreto que hacía la declaración de insub-
sistencia, dirigió una nota a la asamblea haciendo observaciones a aquél, y
mientras tanto, las pensiones concedidas por la disposición derogada siguié-
ronse pagando por la Tesorería. Zarco dio la voz de alarma contra el veto

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