Neurociencias: una introducción para abogados

AutorGerardo Laveaga
Páginas6-15

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Soy un abogado particularmente interesado en aquellas conductas que, a través del tiempo, se han considerado dañinas para la super-vivencia de una sociedad: ¿qué hace que algunas personas se ciñan a las normas establecidas y otras las desafíen de modo permanente?

En un principio quise entender estas conductas a partir de la teoría del delito, la dogmática e, incluso, la política criminal. Averiguar, en concreto, si el castigo podría ayudar a prevenir futuras transgresiones. Sin embargo, las insuficiencias de estas disciplinas me orillaron al estudio de los nuevos campos de investigación para descifrar la naturaleza humana y sus vínculos con la sociedad: las neurociencias, la ciencia cognitiva, la genética del comportamiento y la psicología evolutiva.

Primero, porque estas disciplinas sugieren preguntas que rebasan por mucho el ámbito de las ciencias penales. Segundo, porque en estos campos tengo la esperanza de discernir lo que el Derecho ha sido incapaz de responder. Las reflexiones que hago a continuación giran exclusivamente en torno de las neurociencias y tienen un carácter divulgatorio. Me atrevo a pensar que podrían ayudar a introducir el tema a algunos abogados que pronto tendrán que estar abrevando de estas disciplinas.

No intento precisar aquí qué zonas del cerebro se desactivan cuando desafiamos la ley y qué zonas se activan cuando cumplimos con nuestras obligaciones —la corteza frontal, la amígdala o la articulación tempoparietal—, tema que corresponde a los neurocientíficos y no a los abogados.

Pese a ello, la posibilidad de adentrarse a estos campos con las herramientas jurídicas puede resultar atractiva para que otros profesionistas adviertan la necesidad de abandonar los enfoques “puros” y se vayan inclinando por aquellos multi-disciplinarios.

1. La culpabilidad desde la óptica jurídica

Si nos atenemos a la definición clásica del delito —la conducta típica, antijurídica y culpable que sancionan las leyes penales— admitiremos que acreditar una conducta y encuadrarla al tipo no ofrece mayor dificultad.

Al menos desde un punto de vista teórico.

Tampoco verificar si la ley proporciona salidas decorosas —causas de exclusión, precisa el Derecho penal— para quien actuó de acuerdo con la conducta descrita en la ley: ¿la persona golpeó a otra y le hizo perder un ojo? Que se le condene por lesiones. ¿La lesión ocurrió durante una pelea de box? Que se le absuelva. ¿La persona se apoderó de un iPhone sin consentimiento de su dueño? Que se le condene. ¿Lo hizo para alertar sobre una tragedia inminente y así salvó la vida de muchos? Que se le absuelva.

También, desde una perspectiva teórica, los problemas vienen con la culpabilidad: “Para que la acción o la omisión sean penalmente relevantes —precisa el Código Penal del Distrito Federal— deben realizarse dolosa y culposamente”.

El código define: “Obra dolosamente el que, conociendo los elementos objetivos del hecho típico de que se trate, o previendo como posible el resultado típico, quiere o acepta su realización”. Por otra parte, “obra culposamente el que produce el resultado típico, que no previó, siendo previsible, o previó confiando en que no se produciría, en virtud de la violación de un deber de cuidado que objetivamente era necesario observar”.

¿El sujeto acusado pudo optar por haber actuado de otra manera en las circunstancias en las que actuó? ¿Le era exigible una conducta distinta?

Es cierto que privó de la vida a otro al embestirlo con su automóvil, pero el ahora occiso se atravesó imprudentemente. Es cierto que dio un empujón a su vecino, pero nunca consideró que éste fuera a perder el equilibrio y a romperse el cráneo.

“No podrá aplicarse pena alguna —vuelvo al código— si la acción o la omisión no han sido realizadas culpablemente. La medida de la pena estará en relación directa con el grado de culpabilidad del sujeto respecto del hecho cometido, así como de la gravedad de éste.”

Dentro de las escuelas causalista, finalista y funcionalista del Derecho penal se debate, incluso, de quién es la culpa a fin de cuentas: se quemó una escuela y murió una docena de niños. ¿Quién debe responder por ello? ¿Las autoridades locales que autorizaron la construcción de la escuela al lado de un almacén que contenía material inflamable? ¿Las autoridades federales que no super-visaron la actuación de las locales? ¿El empleado del almacén que no tomó las medidas de seguridad establecidas en el manual de opera-ciones? ¿La conserje de la escuela que dejó encendido un calefactor defectuoso que echaba chispas? ¿El proveedor de dicho calefactor que lo vendió como nuevo?

Lo que termina ocurriendo en la práctica de los tribunales es que el abogado más habilidoso es quien convence al juez de que el culpable es uno u otro. Esto siempre resulta doloroso para la parte afectada, sin distinguir entre víctimas y delincuentes. Más aún cuando la sentencia del juez se presenta en términos pretendidamente técnicos que, en ocasiones, ni los propios abogados entienden.

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¿Cómo condenar a la sirvienta de la casa 5, que dejó abierta la reja por donde escapó el perro bravo, cuando fue la sirvienta de la casa 6 la que dejó abierta la puerta por donde se escabulló el niño, que estaba a su cargo, y fue mordido mortalmente por el perro? Un juez puede condenar a la sirvienta de la casa 5 y otro a la de la casa 6. Todo depende del abogado del que dispongan. Esto, desde luego, sin contar con los vericuetos del proceso, donde el tema más complicado es la prueba.

2. La apuesta de Lombroso

Tratando de enfrentar estos problemas desde una perspectiva distinta a la jurídica, el médico italiano Cesare Lombroso (1835-1909) pensó que más que castigar los hechos había que evitar que éstos se cometieran, identificando a quienes pudieran cometerlos y tomando las medidas preventivas adecuadas.

Lo que había que hacer, enseñó, era descubrir qué rasgos físicos —lo mismo protuberancias del cráneo que inclinación de la nariz, lo mismo terminación del pabellón auditivo que forma de los dedos de la mano— delataban a los futuros asesinos, violadores y asaltantes.

Aunque la intentona de Lombroso fracasó, hoy día se le reconoce como padre de la criminología. Fue el primer autor, al fin y al cabo, que abordó el tema del delito, tomando como punto de partida nuestra fisiología y estudiándolo desde una perspectiva científica.

Si bien una nariz ganchuda y una cabeza bulbosa no bastan para que se detenga a un individuo por los homicidios que pueda llegar a perpetrar, el médico iba por buen camino, como lo demuestran los recientes avances de las neurociencias.

Para su desgracia, sus teorías sirvieron de pretexto para establecer la “inferioridad racial” con pretendidas bases naturales. Los disparatados silogismos que aplicaron colonialistas y dirigentes nazis dejaron mal parado al italiano. Lo mismo ocurrió con prácticas tan desafortunadas como las castraciones químicas o las lobotomías que, todavía en los años cincuenta, se aplicaban en países tan progresistas como el Reino Unido.

El desafío que encaramos en el siglo XXI es descifrar por qué nos comportamos del modo que lo hacemos, a partir de la interacción entre nuestra fisiología y el medio ambiente, y hasta qué grado el control de nuestros impulsos puede verse afectado por el exceso de algunas sustancias o la carencia de otras. Un vistazo al mundo animal puede auxiliarnos para decodificar mejor la conducta humana, pues observar a las hormigas o a los chimpancés suele hacerse sin los prejuicios sociales, religiosos o raciales que acaban sesgando la observación de los seres humanos.

3. Introducción zoológica a las neurociencias

Inspirados por Aristóteles, los iusnaturalistas medievales aconsejaban que las leyes positivas no fueran sino la ratificación de las “leyes naturales”. Si, “por naturaleza”, un hombre y una mujer, al emparejarse, tenían hijos, el Derecho debía dar forma al matrimonio, a la familia, a los derechos y obligaciones derivados del uno y de la otra. Si, “por naturaleza”, el hombre podía apropiarse de una vaca o de un terruño, el Derecho debía establecer condiciones y modalidades de la propiedad.

Aristóteles pontificaba que, “por naturaleza”, algunos hombres nacen para mandar y otros para obedecer; que la esclavitud, por tanto, era natural. La propuesta encantó a traficantes y dueños de esclavos. Los lobos mataban a los corderos para alimentarse, lo cual era absolutamente “natural”. Los hombres, por ende, podrían proceder de igual manera con el ganado: éste no tenía otro propósito que...

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