Convulsiones y muerte de la Constitución de Bayona

AutorFernando Serrano Migallón
Páginas148-170

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VI. CONVULSIONES Y MUERTE DE LA CONSTITUCIÓN DE BAYONA

Señor español:

El que muere por la verdadera religión y por su patria, no muere infausta sino gloriosamente. Usted, que quiere morir por la de Napoleón acabará del modo que señala a otros. Ud. no es el que ha de señalar el momento fatal de este ejercicio, sino Dios, quien ha determinado el castigo de los europeos y que los americanos recobrasen sus derechos […] Ud. sin duda está creyendo la venida del rey don Sebastián en su caballo blanco a ayudarle a vencer la guerra, pero los americanos saben lo que necesitan y ya no podrán ustedes embobarlos con sus gacetas y papeles mentirosos…

1812, 4 de abril. Carta burlesca dirigida por José María Morelos y Pavón a Félix María Calleja del Rey durante el sitio de Cuautla, rescatada por Carlos María Bustamante, Cuadro histórico de la revolución mexicana

1. LA CONSTITUCIÓN IMPOSIBLE

Debido al levantamiento general que privaba en España, el Estatuto Constitucional de Bayona difícilmente sería obedecido. Como lo pone en sus Memorias Alcalá Galiano:

A lo que pasaba en Bayona se prestaba poquísima atención, porque en el concepto general de que no sólo participaba un gremio muy reducido de personas dadas al servicio de Napoleón, cuanto allí se hiciese, si triunfaba la usurpación, muy levemente disminuiría la afrenta o el peso de la servidumbre, y saliendo vencedores los españoles, quedaría como si no hubiese sido, salvo para dar castigo a todos cuantos en aquellos actos voluntariamente hubiesen tomado parte.

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Coraje y frustración siente una mayoría considerable de españoles que, desde el 2 de mayo, se pone en pie de guerra contra los ejércitos imperiales.

José I entró en Madrid el 20 de julio, y señaló para su proclamación en la villa el 25; pero sólo una reducida minoría de españoles, los afrancesados, apoyaría al gobierno josefino y su Constitución. Y es un grupo reducido, cada vez menos seguro y confiado; como lo pone Alcalá Galiano:

Al mismo tiempo andaba el llamado rey muy solícito en procurar que se le jurase fidelidad y obediencia, así como una Constitución formada en la Junta de Bayona. A esto se prestaban unos cuerpos o individuos, y se negaban otros, los últimos usando más bien evasivas y dilaciones que de una resistencia desembozada y valiente, y yendo adelantando en la indocilidad según averiguaban que la fortuna iba siendo contraria a los franceses y al monarca por ellos traído.

Efectivamente, la mayoría de los españoles cierran filas contra el invasor. Un artículo del Diario Político de Mallorca, del 7 de junio, expresa la enemistad ante el adversario francés: “Un nuevo Antioco, señor de dos reinos como el primero, engreído con su poder y preocupado con la muchedumbre de sus fuerzas, ha invadido cautelosamente nuestra patria, se ha apoderado de las plazas fuertes de la frontera, y quitándose la máscara de amistad que nos afectaba, se ha llevado cautivo a nuestro rey, ha llenado la nación de angustia, de sobresalto y amenaza con soberbia a nuestros hogares y templos”. El historiador Javier Herrero rescata también las siguientes líneas, en la misma publicación, del 23 de junio: “El monstruo de la Fran-cia resolvió en su corazón tiranizar nuestra independencia por los medios más detestables, y de que no hay ejemplo en el mundo”. Y por tanto, es necesaria la resistencia.

La lucha fue tenaz, vigorosa y por momentos bien conducida; con tal potencia además que, en Bailén, el 19 de junio de 1808, las fuerzas imperiales, al mando de Dupont, sufren su primer revés.

El 26 llegan a Madrid las noticias del triunfo de las armas españolas, propiciando la huida de José I de Madrid; pero los franceses tenían una superior capacidad para reducir y vencer la resistencia, con un Ejército poderoso, probadamente victorioso, experimentado, que no dejaría fácilmente las plazas españolas. Para julio, Napoleón Bonaparte procuró abastecer mejor las tropas y duplicar el número de sus efectivos, con veteranos de la Grand Armée, y no ceder.

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El gobierno josefino se hallaba, aun con las bayonetas y cañones, desprovisto de los medios para hacer cumplir su obra legislativa. Una obra que, históricamente, como comenta Artola, no excede el interés meramente doctrinal o ideológico; la serie de decretos que intentaron operar reformas en la Hacienda, en la Instrucción Pública, en la fisonomía administrativa y territorial, que fueron nulos al final ante la voluntad generalizada de no reconocerlos como válidos ni legítimos, y por las condiciones de guerra nacional que en España se libraba.

Campmany, en un texto que rescata Herrero, opina sobre la pretensión reformista y constitucional de los franceses, y de los afrancesados, en la ahora denominada Monarquía de las Españas y las Indias, para exclamar: “Una de las causas que alegaba [Napoleón] para venir a reformarnos fue que nuestra monarquía era vieja; esto es, que no estaba a la moda france-sa. ¡Qué insultante gracejeo!Lo que pretende la Constitución de Bayona, según Campmany, es destruir las instituciones de la comunidad política, desde sus cimientos: “quitando el nombre y la existencia política a nuestras provincias y acaso el mismo nombre de España, imponiéndola el de Iberia o Hesperia […] para que así nuestros nietos no se acordasen de qué país fueron sus abuelos”. Y concluye: “Todo el mundo sabe […] la inaudita perfidia y vileza con que ese emperador sin honra, sin fe ni conciencia, sin palabra de rey, ni de hombre, ni de ladrón, usurpó la corona de España, sin haber puesto pie en ella, para traspasarla, como patrimonio suyo, a su hermano José, bajo el coloreado título de rey”.

De semejante rencor participan ampliamente los españoles. Decidido el pueblo a presentar dura resistencia a los franceses, y a la vez huérfano de toda autoridad constituida a la que se reconociera cualquier dignidad, los españoles encontraron dirección en sus autoridades locales. El ejemplo lo había dado desde mayo el alcalde de Móstoles, que no vaciló en asumir la soberanía, a falta de los reyes legítimos de la Monarquía Española; una soberanía que ni la Junta Suprema de Gobierno ni el Consejo de Castilla se atrevieron a asumir con el vigor y la energía que demandaba la situación. Después de las abdicaciones de Bayona y las disposiciones napoleónicas, entre mayo y junio de 1808, la rebelión, los alborotos y movimientos populares, habían encontrado su centro de referencia en torno a las ciudades y las autoridades locales espontáneamente constituidas en Juntas Supremas Provinciales. Se trataba de nuevas instituciones que asumían sin restricciones el gobierno y el ejercicio de la soberanía, en Oviedo, Valladolid, Badajoz, Sevilla, Valencia, Lérida y Zaragoza.

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En Toledo la Junta la integraron los representantes de los estamentos, presididos por el cardenal-arzobispo Luis María de Borbón. Dichas instituciones sustituyen a las antiguas autoridades que habían caído bajo la esfera del dominio francés, para extender su influencia hacia las provincias en que se situaban. De modo que las Juntas Provinciales son la expresión política de la lucha contra los franceses, mientras la guerrilla, que en los momentos más difíciles se origina, será su expresión armada.

Representantes de las Juntas reunidos en Aranjuez, el 28 de septiembre de 1808, deciden formar una Junta Central Suprema Gubernativa del Reino, presidida por el conde Floridablanca. Desde luego la Junta Central encontró cierta oposición, como institución superior de gobierno. Las propias Juntas Provinciales, las de Sevilla, Galicia, Castilla y León, discutieron su alcance.

Pero la Junta Central afirmó su autoridad, en un conjunto institucional en el que se aglomeraban antiguas instituciones: el Consejo y Tribunal Supremo de España e Indias o Consejo reunido, y las Juntas Superiores Provinciales de Observación y Defensa. La Junta Central convocó a Cortes y procuró dirigir la guerra, firmando —bajo la presidencia del Marqués de Astorga y Conde de Altamira, que había sustituido a Floridablanca luego de su muerte— una alianza con la Gran Bretaña. Y era un acuerdo que estaba en el interés de los ingleses respetar, para vencer a Francia. Durante septiembre-octubre, Napoleón Bonaparte se había encontrado con el zar Alejandro I, en Sajonia. Uno de sus asuntos, además del concierto entre el Emperador del Oeste y el del Este, fue proponer la paz a Inglaterra. Sin embargo, la Gran Bretaña impuso, para sentarse a negociar, el reconocimiento de los derechos de su aliado español, la Junta Central, otorgándole, así, calidad de gobierno.

Dicho reconocimiento resultó inadmisible para Napoleón, que inmediatamente partió hacia España, asumiendo el mando de la campaña militar. Esto fue el 8 octubre de 1808, y la mano del emperador pronto se hizo sentir, en noviembre, sobre españoles e ingleses, que en Portugal ya habían logrado derrotar a Junot. En Burgos, Monteros, Santander, Tudela, Somo-sierra, sin embargo, los franceses provocaban su retirada.

Pero los triunfos imperiales irritaban aún más intensamente los sentimientos de aversión, haciendo la resistencia a través de las guerrillas más incómoda y lacerante. Además, atendiendo los negocios de la Península, descuidaba otros frentes de Europa, en los que igualmente el espíritu nacional se elevaba contra las pretensiones de dominación imperial. La situa-

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ción no sería sostenible; aunque, de momento, para diciembre, los franceses controlan Cataluña, Asturias y las dos Castillas. Y también cae en sus manos Madrid. El Corregidor de la ciudad vencida, el 9 de diciembre, pide a Napoleón Bonaparte el regreso de José I.

Quizá teme la crueldad del conquistador y, más que pedir, suplica; antes de...

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