La historiografía obrera en México (1972-1991): un balance crítico

AutorNicolás Cárdenas García
Introducción

La investigación histórica sobre el trabajo, los trabajadores y el movimiento obrero mexicanos tiene un pasado breve. Apenas necesitamos remontarnos a los años setenta para asistir a su momento fundacional y, además, a su época de auge (al menos en lo que se refiere al número de investigadores involucrados, publicaciones y reuniones especializadas). De hecho, se volvió un lugar común reconocer al movimiento estudiantil de 1968 y a las movilizaciones sindicales de los años echeverristas como los impulsos exógenos decisivos para este auge. Parecería que, de acuerdo con Hobsbawm, la historia de los de abajo se vuelve importante cuando "la gente corriente se convierte en un factor constante" en las grandes decisiones y acontecimientos políticos. Pero esto sólo fue posible en tanto esta emergencia de actores sociales beneficiarios de los años de desarrollo estabilizador, fue acompañada de una "crisis política, moral y psicológica, una crisis de convicciones y valores" que sacudió tanto los esquemas triunfalistas de la capa gobernante como los discursos de los intelectuales, quienes voltearon la mirada hacia los fracasos, las miserias y los olvidos del "milagro mexicano". Desde esa conciencia sacudida, una institución como la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), por ejemplo, cambió a la antropología norteamericana por la literatura marxista (el estudio del subdesarrollo y la dependencia); en suma, por la búsqueda de las razones de la pobreza. Parece natural que ello condujera a la lucha de clases y uno de sus actores clave, como recuerda Victoria Novelo:

Los obreros mexicanos, que recuperaron el movimiento hacia 1975 después de los trancazos en 1958-59, nos guiñaron el ojo y nos mandaron la señal para que comprendiéramos que ellos eran los protagonistas principales de la historia tanto presente como futura. Y junto a ellos, moral o físicamente, nos colocamos en la idea de documentar sus procesos de existencia y de lucha.

El movimiento no llegaba a un terreno virgen, puesto que en los años recientes lo habían abonado La democracia en México de González Casanova, Antropología de la pobreza de Oscar Lewis, La política del desarrollo mexicano de Roger Hansen, La formación del poder político en México y La ideología de la revolución mexicana de Arnaldo Córdova, textos que en conjunto destruían la imagen de un México democrático, reformador y nacionalista. Más aún, se hallaba en plena eclosión la avalancha de trabajos (después bautizada como "revisionista") que indagaba en el origen mismo del México contemporáneo –la revolución de 1910– las razones de esas miserias y olvidos.

Esta conjunción entre represión a los estudiantes, movilización sindical y una renovación de los estudios sociales en México, se vio reforzada por una cobertura institucional favorable. La apertura de los años echeverristas no sólo se reflejó en el crecimiento o aparición de nuevas instituciones de educación superior, sino en la creación misma de una dependencia dedicada a estos estudios: el Centro de Estudios Históricos del Movimiento Obrero Mexicano (cehsmo). Además, muchas de esas instituciones acogieron a numerosos profesores exiliados del Cono Sur, que contribuyeron a la difusión de los enfoques marxista, dependentista y populista.

En suma, parecía haber las mejores condiciones para que este campo de investigación relativamente nuevo se estableciera sólidamente en el país. Sin embargo, los balances historiográficos realizados entre 1977 y 1983, fueron sumamente críticos con la producción lograda. John Womack, por ejemplo, hacía notar en el congreso de historiadores mexicanos y norteamericanos de Pátzcuaro (1977) la escasa consideración de la historia de los trabajadores en México, pues apenas se les incluía en las historias generales, y casi exclusivamente para hablar de sus "momentos dramáticos": alborotos, sindicatos, partidos y huelgas. De hecho, recomendaba volver a la tradición marxista para no limitarse a la historia institucional de los movimientos laborales y el estudio del cambio. Ello llevaría a reconocer que "no se puede entender la lucha sin su determinación por un tipo particular de relaciones de clase, como tampoco se puede entender esa clase sin su expresión de lucha".

Las críticas de Womack a los trabajos presentados fueron severas, y se centraron en la ausencia de preguntas orientadas teóricamente: ¿qué es el trabajo?, ¿qué es lo que hacían los artesanos, campesinos o trabajadores en un proceso particular de producción?, ¿quiénes son trabajadores sociológicamente hablando? A pesar de tal pobreza teórica, la apertura de nuevas fuentes y los trabajos presentados le parecían prometer estudios más importantes.

Un año después José Woldenberg publicó un balance estructurado temáticamente. Este formato le permitió destacar los problemas predominantes en la literatura (por ejemplo el estudio de los hechos políticos y la vinculación del movimiento obrero al Estado), así como los poco atendidos o notoriamente descuidados (condiciones de vida y trabajo, empleo, desempleo y migraciones), pero esto no alcanzaba para explicar por qué razón "el conocimiento de los asalariados del país es parcial y sobre-ideologizado". Por ello, planteaba tareas pendientes (problemas no estudiados), como si se tratara de completar un mapa, sin ver que en el fondo se trata de interpretaciones rivales.

En cambio, los miembros del "seminario del movimiento obrero y la revolución mexicana" del Departamento de Estudios Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) partían del supuesto de que, en el estudio del movimiento obrero, se habían desarrollado "perspectivas" de interpretación. La dominante, que bautizaban como "estatalista", explicaba la subordinación de la clase obrera al Estado en virtud de: a) su inmadurez como clase y b) la inteligencia hegemónica del régimen posrevolucionario. Esta interpretación, afirmaban, se basaba en esquemas teóricos (la correspondencia de cierto nivel de desarrollo clasista con una cierta ideología) y presupuestos lógicos (el desarrollo progresivo de la conciencia obrera) pero no en procesos históricos. Por ello, en los textos resultantes el movimiento obrero se reducía al discurso estatal, la política de las cúpulas sindicales y su relación con el estado. La alternativa era, en cambio, atender "prioritaria, aunque no exclusivamente, la lucha de clases". Ciertamente ello requería integrar a los factores estructurales y culturales como parte de esa lucha de clases. "Sólo esta perspectiva –señalaban– puede explicar por qué una cierta política del estado, en una coyuntura o en el largo plazo, resultó de una manera y no de otra; a la vez, sólo en esta dirección se puede entender la verdadera dimensión de la lucha obrera como un bando dentro de la lucha de clases, como un proceso que se da desde abajo irradiando toda la sociedad, incluyendo al estado".

Este proyecto alternativo "comprometido", terminaban, requería también de una redefinición jerárquica de las fuentes, así como de una narrativa no académica. En el primer caso pensaban en memorias o testimonios orales y documentos producidos por "los actores reales de la lucha obrera". En el segundo, se declaraban en contra de un "estéril aparato erudito y de frías referencia estadísticas, y tapizada con un insufrible estilo de exposición". Sus modelos, declaraban, eran Adolfo Gilly y John Womack, sin reparar en que el segundo construye sobre un aparato erudito impresionante.

En esa misma línea se inscribía la revisión de Enrique de la Garza, quien analizaba los estudios sobre la clase obrera en México"por corriente o perspectivas de análisis". Sin embargo, cometía el error de meter a los estudios del pasado en un solo saco: la "corriente historiográfica", como si tales estudios compartieran supuestos teóricos articuladores. De hecho, incluía en ese membrete trabajos tan diferentes como los de Hart, Córdova, Reyna, Zapata y Bortz. Desde su punto de vista compartían el supuesto de la vocación de la clase obrera por la democracia y la transformación de la sociedad, así como un gran problema central: la relación Estado-clase obrera, "entendida en cuanto a la forma que adquiere la dominación estatal al interior de las organizaciones de la clase obrera". Ciertamente reconocía que sobre esta cuestión había desacuerdos, pues mientras unos elaboraban explicaciones consensualistas, otros hacían énfasis en el control.

El análisis de De la Garza era mucho más generoso con las escuelas que llamaba "población y fuerza de trabajo" y del "proceso de trabajo". A la primera le reconocía haber incorporado un marco estructural para la interpretación de los movimientos laborales, así como la elaboración de criterios empíricos para mostrar las deformaciones del desarrollo capitalista. A la segunda le dedicaba la sección más larga y detallada; establecía sus influencias, sus afinidades políticas y los grandes temas que desarrollaba: descripciones minuciosas del proceso de trabajo, reestructuraciones tecnológicas, el taylorismo. En todos ellos probaban la utilidad de un modelo teórico según el cual a una composición de clase corresponden determinadas formas de lucha y organización obrera.

Sus conclusiones, a pesar de ello, eran bastante pesimistas. La producción de las tres corrientes mostraba "simpleza teórica y metodológica", puesto que "se mueven en una clara perspectiva verificacionista". Además, había poca comunicación entre ellas, de tal suerte que sus resultados era sumamente parciales. Por ejemplo, la corriente del proceso de trabajo parecía ser un nuevo determinismo tecnológico, al despreciar "los grandes momentos colectivos, y la influencia de los intelectuales en sentido gramsciano". Y , en contrapartida, la historiográfica ignora "las condiciones...

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