Como evaluar las argumentaciones judiciales.

AutorAtienza, Manuel
CargoDiscusiones y notas

Resumen: En este trabajo se trata de contestar a la cuestión de cómo evaluar los argumentos judiciales de carácter justificativo. Se precisa para ello el sentido de la tesis de la única respuesta correcta; se identifican diversos criterios de corrección y se presta una atención particular a los criterios de universalidad, coherencia, adecuación de las consecuencias, moralidad social y crítica, y razonabilidad.

Palabras clave: única respuesta correcta, coherencia, moralidad social y crítica, razonabilidad Abstract: This article deals with the question of how to evaluate justificatory judicial reasoning. To this end, the author clarifies the meaning of the one-right-answer thesis, identifies a variety of criteria of correctness, and gives special attention to the ideas of universality, coherence, (good) consequences, social and critical morality, and reasonability.

Key words: one right answer, coherence, social and critical morality, reasonability

  1. Introducción

    Hay varias maneras de entender los argumentos. En la teoría general de la argumentación es usual diferenciar entre la perspectiva lógica, la retórica y la dialéctica (Vega 2003). Yo prefiero, en relación con la argumentación jurídica, distinguir entre una perspectiva formal, una material y una pragmática; en esta última cabe, a su vez, establecer una subdistinción entre una aproximación retórica y otra dialéctica (Atienza 2006). En los muy diversos campos de la argumentación jurídica (argumentación judicial, forense, legislativa, dogmática ...; argumentación en materia de hechos, interpretativa, etc.) es necesario considerar esas tres (o cuatro) perspectivas, aunque el peso relativo de cada una de ellas no es el mismo; por ejemplo, la perspectiva retórica desempeña un papel esencial en relación con la argumentación de los abogados, pero tiene un menor relieve (lo que no quiere decir que carezca de importancia) en relación con el razonamiento justificativo de carácter judicial.

    Una teoría de la argumentación jurídica debe ser capaz de contestar a estas tres preguntas básicas: cómo analizar una argumentación; cómo evaluarla; cómo argumentar. Por lo demás, la argumentación se entiende aquí como un acto de lenguaje complejo, como una actividad, que comienza con el planteamiento de un problema (por ejemplo, ¿se debe declarar inconstitucional el artículo A de la ley L?) y termina con una solución (el artículo A debe declararse inconstitucional). La actividad consta, entonces, de una serie de argumentos (aunque en una argumentación no todos los pasos son argumentativos) vinculados entre sí de muy diversas formas. Por consiguiente, evaluar una argumentación quiere decir tener en cuenta todo ese conjunto, aunque los problemas evaluativos puedan (suelan) focalizarse en algún argumento en particular. Por otro lado, cuando se trata de una argumentación judicial, lo que se toma en consideración no es la actividad en cuanto tal, sino el resultado de la misma: la argumentación plasmada en la motivación de la sentencia.

  2. Evaluación y contextos argumentativos

    El análisis de una argumentación suele ser el paso previo a su evaluación. Necesitamos (o queremos) entender la argumentación que otro ha hecho para así poder evaluarla y adoptar alguna actitud al respecto: aceptar que la decisión así argumentada está justificada, discrepar de ella y escribir un artículo doctrinal mostrando por qué se trata de una argumentación equivocada, plantear un recurso "explotando" precisamente los errores argumentativos de la decisión, etcétera.

    Por otro lado, dado el carácter práctico (vinculado a la acción) de las argumentaciones jurídicas, es importante precisar que evaluar un argumento no es exactamente lo mismo que evaluar una decisión o una acción; y tampoco deben confundirse la evaluación de los argumentos teóricos y la de las creencias o teorías que éstos avalan. Es obvio que se puede decidir sin argumentar, sin ofrecer ningún tipo de razón, en cuyo caso, el juicio que se haga sobre la decisión no tendrá que ver con ninguna argumentación previa (aunque sí podría tener que ver con la falta de argumentación: si se trataba de una decisión que tenía que ser fundamentada). Pero incluso cuando se decide argumentativamente, ambos aspectos pueden separarse: hay buenas decisiones mal argumentadas, y a la inversa, buenas argumentaciones en favor de decisiones erróneas. Conviene, además, reparar en que las "buenas" y las "malas" argumentaciones (como también las decisiones) pueden serlo en dos sentidos distintos: en sentido técnico y en sentido moral. Una buena argumentación en sentido técnico quiere decir una argumentación hábil, basada en argumentos que puedan resultar efectivos para lograr cierta finalidad; pero, al mismo tiempo, esa argumentación podría ser mala moralmente (en el sentido amplio de la expresión) si, por ejemplo, oculta argumentos relevantes que servirían para refutar los anteriores (y si quien argumenta tuviera la obligación de ser imparcial: una misma argumentación puede ser mala--en sentido moral--si quien la efectúa es, por ejemplo, un juez que debe resolver un recurso, pero no si su autor es el abogado de una de las partes).

    De todas formas, en relación con la actividad judicial, el ideal regulativo del estado de derecho es que las buenas decisiones sean precisamente las decisiones bien argumentadas. La obligación de motivar (que rige al menos en relación con las decisiones de alguna importancia) supone el cumplimiento de criterios formales (autoritativos y procedimentales) y sustantivos tendentes a asegurar que las decisiones vayan acompañadas de una argumentación--motivación--adecuada. Y por otro lado, el cumplimiento de esos criterios sería la garantía de que una decisión bien motivada no puede ser una mala decisión; o sea, el juez que fundamenta sus decisiones de acuerdo con el Derecho decide jurídicamente bien, aunque la decisión pudiera ser errónea desde otros parámetros: por ejemplo, porque aplica una norma injusta o porque no da como probado un hecho que se ha conocido vulnerando alguna norma jurídica.

    Esto último no ocurre en relación con otras instancias jurídicas en las que las decisiones y los procesos de argumentación no tienen ese tipo de vinculación conceptual. La razón es que los órganos legislativos o administrativos, los abogados o los particulares no tienen el grado de compromiso con el Derecho que caracteriza a la función judicial. Ellos se sirven más bien del Derecho para obtener propósitos sociales e individuales; en general, la adecuación al Derecho es un límite, no el fin de su actividad. La argumentación y la evaluación de los argumentos se plantean, por ello, de manera distinta en una u otra instancia. Una sentencia puede ser anulada por carencia o defecto de fundamentación, pero esto no ocurre con las leyes; o, por lo menos, si ocurre es de manera muy excepcional (y en relación más bien con defectos de carácter formal y procedimental); en las normas legisladas existe un texto que se separa en cierto modo de los argumentos que hayan podido utilizarse para justificarlo, pero en las de origen judicial, en los precedentes, la norma y su fundamentación son de alguna manera inseparables. Y en cuanto a los abogados, sus argumentaciones no son normalmente evaluadas en términos de validez, sino de eficacia.

    En definitiva, la pregunta de qué es un buen (y un mal) argumento tiene respuestas distintas en los distintos campos de la argumentación jurídica, entre otras cosas porque las finalidades que se persiguen al evaluar una argumentación jurídica son diferentes, según cuál sea la instancia argumentadora y la que efectúa la evaluación. La evaluación de los argumentos es, pues, una cuestión fundamentalmente contextual, pero eso no quiere decir que no haya criterios--criterios objetivos- para llevarla a cabo. Quiere decir que los criterios no pueden ser exactamente los mismos para todas las instancias jurídicas.

  3. La evaluación del razonamiento judicial

    Centrémonos entonces en la evaluación de las argumentaciones judiciales de carácter justificativo. Considerando las tres aproximaciones a la argumentación antes sefialadas, la obligación de los jueces de motivar sus decisiones significa que deben ofrecer buenas razones en la forma adecuada para lograr la persuasión. Un buen argumento, una buena fundamentación judicial, significa, entonces, un razonamiento que tiene una estructura lógica reconocible y que satisface un esquema de inferencia válido--deductivo o no--; basado en premisas, en razones, relevantes y suficientemente sólidas (al menos, más sólidas que las que pudieran aducirse a favor de otra solución); y que persuade de hecho o que tendría que persuadir a un auditorio que cumpliera ciertas condiciones ideales: información suficiente, actitud imparcial y racionalidad. Si nos fijamos también en la actividad de argumentar (y no sólo en el resultado), a las condiciones anteriores habrá que añadir el respeto de las reglas de la discusión racional por parte de los participantes en la argumentación, de los autores de la motivación.

    Además, para evaluar los argumentos no ha de tenerse en cuenta únicamente, como es natural, que parezca que se cumplen esos requisitos. Han de cumplirse de hecho, y de ahí la importancia de una teoría de las falacias. Para evaluar un argumento no nos basta con saber lo que son (con ser capaces de detectar) los buenos y los malos argumentos, también necesitamos identificar los que parecen buenos pero no lo son.

    Ahora bien, lo anterior no es suficiente para poder evaluar cualquier razonamiento judicial. Para que lo fuera, habría que suponer no sólo que ésos son todos los criterios posibles, sino también que los mismos son objetivos, esto es, que tienen el mismo significado para todos los que participan en una argumentación y determinan, en consecuencia, cuál es la solución--la argumentación--correcta en cada caso. Y esto no es algo que todos estén dispuestos a aceptar. Seguramente son pocos los que dudan de la...

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