La Epístola de Melchor Ocampo o la moral prescrita

AutorÁngel Gilberto Adame
CargoLicenciado en Derecho por la UNAM y notario 233 del Distrito Federal
Páginas48-49

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La sociedad mexicana padece todo tipo de males, tiene mordidas las orillas, carece de elementos primordiales para su crecimiento como país; pero más allá de lo utilitario, es víctima de la moral de quienes le dan voz, de las prácticas contradictorias de quienes dirigen tal o cual sector angular de la economía o de la política, de quienes aparecen y sobresalen para decir lo que debe hacerse, dictar discursos y leyes sobre cómo debe hacerse y, al margen y detrás de la puerta, hacen todo lo contrario.

Así, hemos sido testigos preferentes de actos reprochables cometidos por quienes han tenido el honor, y la responsabilidad, de ocupar cargos públicos, mismos que deberían predicar con el ejemplo y no ser un triste reflejo de los males endémicos que azotan a la población en general.

Pero lo más desalentador consiste en la ignorancia que de su labor, por la cual cobran un generoso sueldo, hacen gala muchos de estos funcionarios, en particular los que elaboran las normas y los que tienen el deber de ejecutarlas. Vamos a poner un ejemplo donde la incongruencia y la ignorancia caminan juntas.

De sobra es conocida la famosa "Epístola" redactada por don Melchor Ocampo en 1859 para señalar las virtudes, los derechos y las obligaciones que nacían con el matrimonio. Lo curioso es que el insigne procer nunca se casó y, además, su vida sentimental estuvo inmersa en una vorágine licenciosa.

En 1839 la nana de Ocampo le dio la noticia de que estaba esperando un hijo suyo. Huyendo de su responsabilidad, emprendió un viaje a Europa. Entretanto, ella viajó a Morelia. Como consecuencia de ese amorío nació un niño que fue declarado expósito hasta que él decidió incorporarlo de lleno a su vida, al tener 10 años de edad.

También procreó otras tres hijas con las que mantenía una buena relación (de la más pequeña no se sabe la identidad de la madre). En su hacienda de Pomoca, ya retirado de las vicisitudes políticas, lo sorprendió la traición el 31 de mayo de 1861. Horas antes de ser asesinado redactó su testamento, en el que reconoció a sus hijas naturales (sin mencionar quiénes fueron sus progenitoras); asimismo, adoptó como su hija a su compañera sentimental del momento, que era hija de su administrador.

El 23 de julio de 1859 Benito Juárez promulgó hLey del Matrimonio Civil, de la que Ocampo fue su principal impulsor. A partir de esa ley el Estado definía el matrimonio como un contrato civil que se contraía lícita y válidamente ante la autoridad. Para ello bastaba que los contrayentes, una vez cubiertas las formalidades, se presentaran ante el Registro Civil para expresar libremente su voluntad de unirse. Verificado el asentimiento, la autoridad debía dar lectura a los artículos 1,2, 3,4 y 15 (aquí estaba incluida la Epístola) de la citada ley, mismo que se transcribe:

"15. El día designado para celebrar el matrimonio, ocurrirán los interesados al encargado del Registro Civil, y éste, asociado del alcalde del lugar y dos testigos más por parte de los contrayentes, preguntará a cada uno de ellos, expresándolo por su nombre, si es su voluntad unirse en matrimonio con el otro. Contestando ambos por la afirmativa, les leerá los artículos 1, 2, 3 y 4 de esta ley, y haciéndoles presente que formalizada ya la franca expresión del consentimiento y hecha la mutua tradición de las personas, queda perfecto y concluido el matrimonio, les manifestará:

"Que éste es el único medio moral de fundar la familia, de conservar la especie y de suplir las imperfecciones del individuo que no puede bastarse a sí mismo para llegar a la perfección del género humano. Éste no existe en la persona sola, sino en la dualidad conyugal. Los casados deben ser y serán sagrados el uno para el otro, aún más de lo que es cada uno para sí. El hombre, cuyas dotes sexuales son principalmente

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el valor y la fuerza, debe dar y dará a la mujer protección, alimento y dirección, tratándola siempre como a la parte más delicada, sensible y fina de sí mismo, y con la magnanimidad y benevolencia generosa que el fuerte debe al débil, esencialmente cuando este débil se entrega a él, y cuando por la...

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