Diez argumentos sobre neoconstitucionalismo, juicio de ponderación y derechos fundamentales

AutorLuis Prieto Sanchís
CargoUniversidad de Castilla-La Mancha
El contexto

Este trabajo y el libro que lo acoge tienen su origen en una actividad académica de la que conviene dar cuenta, aun cuando sólo fuera por lo insólita que resulta en el actual panorama universitario español. En el mes de mayo de 2008 un grupo de jóvenes profesores pertenecientes a dos áreas y a dos departamentos diferentes, tuvieron la iniciativa de organizar un seminario interdisciplinar, a propósito de lo que hoy, con la cursi terminología pedagógica que viene imponiéndose, la llamaríamos una preocupación transversal. Bien visto, creo que cuanto más y mejor se conoce el Derecho, casi todos los temas resultan ser transversales, aunque sea para disgusto de ese gremialismo aislacionista del que tanto nos cuesta desprendernos. Pero, digamos que éste era un tema transversal: el juicio de proporcionalidad o de ponderación, tal vez uno de los hallazgos argumentativos más celebrados de la justicia constitucional, de la europea y, por supuesto, de la ordinaria en todas sus ramas o especialidades.

Los animosos impulsores de aquella fecunda jornada de estudio mostraron no sólo un encomiable espíritu interdisciplinar, sino también inter-generacional e interuniversitario, es decir, un espíritu adornado por esa universalidad que se supone que, hasta por razones semánticas, debe tener la universidad. En esta participaron administrativistas y filósofos del Derecho, profesores aún empeñados en su tesis doctoral y catedráticos con demasiados trienios a sus espaldas, docentes de todos los campus de Castilla-La Mancha e invitados de otras universidades. En suma, una jornada bastante extraña en la que, por muchos resabios que uno tenga, era difícil encontrar el motor que hoy impulsa la mayor parte de los esfuerzos de los profesores universitarios, a saber; no el mero deseo de conocimiento y excelencia, sino la obsesión por los quinquenios, sexenios y por las acreditaciones en sus múltiples y perpetuas manifestaciones.

Estoy persuadido de que yo aprendí mucho más de lo que pude enseñar. Así es que, si fuera justo, debería asumir ahora el papel de diligente relator más que de ponente, si no lo hago, no es porque dude de que eso es lo mejor que podría hacer, sino por la generosa insistencia de los organizadores y, sobre todo, porque el relato puede seguirse con ventaja mediante los demás trabajos que componen este volumen. Por lo tanto, me limitaré a exponer las líneas fundamentales de mi ponencia de aquel día, un puñado de lugares comunes acerca del neoconstitucionalismo, los derechos fundamentales y el juicio de ponderación, que ya he tenido oportunidad de expresar otras veces y que, por lo demás, tampoco resultan muy originales, razón por la que mi recomendación al lector es acudir al resto de las contribuciones.

1. Los presupuestos ideológicos

Lo que sigue es un breve ensayo acerca del constitucionalismo contemporáneo y, en especial, del modo de concebir los derechos fundamentales. Por una parte, no creo que detrás de las tesis teóricas o dogmáticas exista, en todo caso, una determinada filosofía política, ni tampoco que esta última determine por completo las interpretaciones del Derecho, aunque sí me parece que nuestras ideologías o concepciones éticas acaban proyectándose irremediablemente en las soluciones jurídicas que proponemos como más adecuadas. Siendo así, he considerado mostrar al menos las líneas esenciales de las concepciones que aquí se mantienen y que, sin duda, ejercen alguna influencia a la hora de dotar de sentido a los enunciados constitucionales relativos a derechos.

A mi juicio, son dos las grandes perspectivas o enfoques doctrinales que cabe adoptar en la interpretación del Derecho y de los derechos. Por seguir una terminología de moda, podríamos llamarlas "liberal y comunitarista", aunque tampoco tendría dificultad en denominarlas "ilustrada e historicista", o "individualista y organicista". La primera, se caracteriza ante todo por sostener una concepción artificial de la comunidad política e instrumental del Derecho y de las instituciones. La comunidad política, en efecto, se entiende como una creación voluntaria de sujetos libres e iguales que actúan guiados por un interés, aunque no necesariamente egoísta. El Estado no es entonces, como suele decirse, la forma política de la nación, al menos si es que ésta se entiende al modo tradicional (o tradicionalista) como una entidad orgánica que transciende a sus componentes reales de carne y hueso; sencillamente no lo es porque la nación no es un sujeto actuante dotado de vida propia y, menos de derechos.

Que lo anterior no sea así, históricamente carece de toda importancia; por lo demás, la concepción del Estado como persona o de la sociedad y la cultura como organismos vivos, también carecen de cualquier sustento empírico. Lo importante son las consecuencias que estas hipótesis tienen en orden para determinar las facultades del poder y los derechos de las personas.

A la primera consecuencia la he denominado concepción instrumental de las instituciones, lo que significa que éstas carecen de justificación autónoma y que su legitimidad descansa, por lo tanto, en la protección de los individuos, de sus derechos e intereses. Asimismo, de aquí se deduce el papel subordinado de la política a la justicia. La política, que es lo que hacen las instituciones mediante el Derecho, se subordina lógicamente a la justicia, que es la rúbrica que comprende al conjunto de los derechos que son la razón de ser del entramado institucional. Si los derechos explican el por qué y el para qué del Estado, resulta claro que la actuación de éste sólo será aceptable en la medida en que satisfaga o, cuando menos, no viole los derechos que dotan de contenido a la noción compartida de justicia. Esto, en el plano jurídico, se traduce en una exigencia de constitucionalización y tutela frente a todos, incluido el legislador.

A mi juicio, este es el núcleo del constitucionalismo: la limitación del poder, de todo poder, desde los derechos fundamentales y, si se quiere, hoy también desde los derechos sociales. También, es verdad que en la práctica las cosas no son tan sencillas o lineales y que la imagen de una rígida jerarquía entre justicia y política, entre derechos y ley, no es un reflejo exacto de las cosas. Pero, por el momento, lo importante es concebir la acción política al servicio de las personas y de sus derechos, no de fines propios o independientes, sin perjuicio de que muchas veces esto no logre evitar la restricción de las esferas de libertad.

Asimismo, me parece que esta filosofía política enlaza con un cierto modelo de interpretación constitucional. La idea es la siguiente: si el Estado es un artificio, si las instituciones son un instrumento y la política viene sometida a la justicia, entonces en el marco de los inevitables conflictos entre la ley y los derechos, la carga de la prueba o la carga de la argumentación corresponde a aquélla antes que a éstos corresponde al poder antes que a los individuos. En consecuencia, toda intervención en el ámbito de los derechos que implique un sacrificio en su ejercicio habrá de estar justificada y ser proporcional a la necesidad de preservar un bien de análoga importancia directa o indirectamente conectado a la propia constelación de valores en que reposan los derechos. El constitucionalismo (antiguo o moderno, pero en todo caso genuino) se configura como un límite al poder porque éste siempre corre el riesgo de degenerar en despotismo (Ferrajoli), porque su legitimidad no es autónoma, sino que reside en la consecución de ciertos fines externos al mismo y, en suma, porque sobre el Derecho positivo pesa siempre la necesidad de justificación.

2. Sobre el Estado constitucional contemporáneo

El constitucionalismo es un fenómeno histórico que no se ha desarrollado de forma plenamente homogénea o uniforme. Aunque, tal vez, todas sus manifestaciones responden a un origen ideológico o filosófico común, el iusnaturalismo racionalista y la doctrina del contrato social, lo cierto es que las dos grandes revoluciones de finales del siglo XVIII, parece que hicieron interpretaciones distintas o que, por una u otra razón, desembocaron en resultados diferentes. En Estados Unidos triunfa una concepción de la Constitución como norma suprema que preside el juego democrático y que descansa, desde el principio, en una efectiva garantía judicial; en Francia, en cambio, se impone una idea de la Constitución como programa político a realizar por el propio legislador democrático, auténtico depositario de la soberanía e inmune a cualquier fiscalización judicial. Si cabe decirlo de forma un tanto simplificada, América aporta la garantía judicial de la Constitución, mientras que Europa aporta un denso contenido normativo para la misma. Durante más de un siglo ambas experiencias caminaron separadamente. El neoconstitucionalismo que se abre paso a partir de la segunda gran guerra parece encarnar una aproximación de esas dos tradiciones.

En efecto, este neoconstitucionalismo destaca por una vigorosa combinación de los dos rasgos enunciados: fuerte contenido normativo y garantía jurisdiccional. El hecho de que una Constitución es normativa o, mejor dicho, de que está dotada de un contenido material o sustantivo, que se postula como vinculante, significa que, además de regular la organización del poder y las fuentes del Derecho (dos aspectos de una misma realidad), genera de modo directo derechos y obligaciones inmediatamente exigibles. Los...

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