Constitución de 1917: pasado, presente y futuro

AutorVíctor Hugo Martínez Barrera
Páginas28-35

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Nuestra Carta Magna, pionera en reconocer derechos sociales a nivel mundial, hoy se encuentra rebasada y el Congreso debe adecuarla a la realidad, señaló el Dip. Juventino V. Castro y Castro al iniciar el pasado 8 de septiembre el Foro “La Constitución de 1917, Pasado, Presente y Futuro”, organizado por la Comisión de Puntos Constitucionales de la Cámara de Diputados que preside el también ministro jubilado de la Corte.

Estuvieron en el Foro legisladores, juzgadores y académicos, quiénes abordaron varios aspectos de nuestra Ley Fundamental en su apreciación pasada, actual y en su proyección hacia el futuro. Además del Dip. Castro y Castro -Ministro de la SCJN en retiro-, participaron el Senador Pedro Joaquín Coldwell, Presidente de la Comisión de Puntos Constitucionales del Senado, el Dip. Rubén Moreira Valdéz, Presidente de la Comisión de Derechos Humanos, los Ministros Juan N. Silva Meza y Olga Sánchez Cordero de García Villegas, el Dr. Genaro D. Góngora Pimentel, catedrático universitario -ex presidente de la Corte- y el Dr. Elias Huerta Psihas, presidente de la Asociación Nacional de Doctores en Derecho. Destacamos a continuación parte de los argumentos expuestos en el, Foro que tuvo lugar en Auditorio “E” del Palacio Legislativo de San Lázaro.

Progresividad de los derechos humanos en la Constitución de 1917

Ministro Juan Silva Meza

La Constitución de 1917 representa el primer ejemplo vivo de constitucionalismo social en el mundo. Como todas las constituciones, la de Querétaro se tuvo que adaptar a las realidades cambiantes de la sociedad mexicana, para ir incluyendo nuevos derechos que encontraban sentido dentro de su propio contexto. La evolución del orden constitucional fue desarrollando una gama de contenidos, al igual que una serie de mecanismos procesales para asegurar su eficacia y, aunque las reivindicaciones expresadas por los hombres de la revolución mexicana sigan pareciendo de actualidad en nuestros días, el sistema se ha ensanchado en cuanto al número de derechos humanos, pero también, ha ampliado el espectro de protección que cada uno de estos derechos ha proyectado. Su presencia se justifica por el reconocimiento de las generaciones sucesivas de derechos fundamentales, tal como fueron surgiendo históricamente: los derechos civiles, los políticos, los sociales y los colectivos. El elemento aglutinador de las cuatro generaciones de Derechos Humanos es que han dejado de tener un sentido meramente aspiracional o ideal, para adquirir un carácter vinculante para todas las autoridades del país.

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Esta evolución gradual y progresiva de los derechos no tiene nada de anómala; por el contrario, se inscribe en la forma como se fue transformando la concepción de los Derechos Humanos desde su surgimiento, como concepto ideal, en constante expansión. Tal expansión fue posible, más por una dinámica propia de los derechos, y menos que por impulsos deliberados de las políticas estatales. Muchas veces a los gobiernos les cuesta trabajo que los derechos humanos se traduzcan en políticas públicas.

Los Derechos Humanos surgieron con la Revolución Francesa, como mecanismo para hacer frente a toda forma de opresión. En esa lógica, y en un plano de creación normativa, implicaron un límite objetivo al legislador, o mejor dicho, a las mayorías de las asambleas legislativas. De esta suerte, los catálogos de derechos no podrían ser disminuidos, ni siquiera por voluntad expresa del voto mayoritario de los legisladores. Estos primeros postulados tardaron en ser puestos en práctica, pues no bastaba crear la ley; había que aplicarla.

Algunos gobiernos europeos, que desde la segunda posguerra representaron los paradigmas a seguir en materia constitucional, atribuían a los derechos una especie de halo providencial, cuyo tono evangélico los excluía de la cotidianeidad con la que se percibía el diseño de políticas públicas. De este modo, se pudo justificar que el modelo de sociedades de bienestar, enfrentado a la visión de la igualdad de todos ante la ley, no podían coexistir por el momento, y que el movimiento obrero por ejemplo, debía seguir contemplando el catálogo de derechos como una mera aspiración hacia el futuro; no como una realidad del derecho positivo. En esa medida, y si entendemos por política: una acción que pretende dotarse de medios propios de exigencia, podríamos afirmar que hasta los años 80 del siglo pasado, los Derechos Humanos no pudieron ser vistos como una política, en buena parte de las sociedades occidentales.

En el caso mexicano, una imposibilidad fáctica semejante podría explicar en parte el mantenimiento de cláusulas tales como la de los efectos particulares del amparo, que hasta el día de hoy siguen significando que el trabajo interpretativo de los tribunales (y en específico, el de nuestra Suprema Corte) no pueda causar un impacto mayor en la actuación de las autoridades, ni tampoco, en la del individuo. De esta forma, al igual que ocurrió en la mayor parte de los regímenes constitucionales de la segunda mitad del siglo XX, los derechos humanos en México parecieron quedar fuera del diseño de políticas, en el sentido mencionado antes. Pero tampoco se podría atribuir esta situación precaria de los Derechos Humanos, a la falta de actuación de los legisladores.

En 1995 se crean las acciones de inconstitucionalidad y se da un nuevo impulso a las controversias constitucionales, replanteando por completo los equilibrios entre las autoridades de los tres niveles de gobierno. Fue entonces, por vía legislativa, que los efectos de las sentencias más importantes del país, pudieron revestir efectos generales en un mayor número de casos.

Durante la década de 1990, la caída del muro de Berlín pareció borrar los parámetros tradicionales que por muchos años explicaron la evolución de los derechos a la luz de un sentido dialéctico de la historia. Ciertamente dejó de existir una oposición al paradigma liberal, que terminó prevaleciendo como el único criterio orientador de las democracias, al menos hasta el día de hoy. Los vencedores de este debate, terminaron exhibiendo las quimeras del socialismo real, que por su parte, se veía obligado a arriar las banderas bajo lo que se consideró, en tono lapidario, el “fin de la historia”. Desde aquel momento, el declive de la esperanza revolucionaria implicó que el individuo de las sociedades occidentales viera desgastada la dimensión del futuro como etapa promisoria, aunque sus gobiernos siguieron apostando al discurso del progreso, en la medida que las técnicas administrativas parecían volver al mundo más manejable, susceptible de mejor planificación y organización.

Nuevos movimientos políticos, como el reconocimiento de los derechos indígenas o la restricción de los fueros y privilegios, empezaron a plantear que el poder debía legitimarse y surgir como una apuesta al futuro. Esta apuesta por la igualdad de todos ante la ley, explica la adaptación de viejas reivindicaciones hacia fines que, a falta de otros asideros, terminan desembocando en la ampliación de derechos.

Cambio de paradigma

Al mismo tiempo que en México se empezó a hablar de Derechos Humanos, el mundo contemplaba su expansión como un hecho fortuito, producto de una conformación globalizada del progreso. Repentinamente, estos derechos se colocaron en el vértice de la organización del Estado, como el patrón organizador de toda acción pública y de toda forma de conciencia colectiva. En nuestro país, aunque los gobiernos o el legislador, no hubieran logrado plasmar a los derechos como políticas sustentables, aquello no significaba que los derechos fundamentales no se podrían imponer de manera...

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