El caudillismo en América Latina, ayer y hoy

AutorPedro Castro
Páginas9-29

Pedro Castro. Doctor adscrito al Departamento de Sociología, en el área de procesos políticos. Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. Dirección electrónica: pcm@xanum. uam.mx

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La figura de los caudillos puebla la historia, la leyenda y el imaginario político latinoamericano. El siglo XIX es pródigo en este tipo de dirigentes: Antonio López de Santa Anna, José Manuel de Rosas, Francisco Solano López, José Gaspar Rodríguez de Francia... El siglo XX tiene también una galería nutrida de caudillos: Porfirio Díaz y Álvaro Obregón en México; José Domingo Perón, “El Conductor de Argentina”; Getúlio Vargas, fundador del Estado Novo en Brasil, y hasta Rafael Trujillo, “El Benefactor” de los dominicanos; y la lista no se agota. El siglo XXI cuenta con Hugo Chávez, quien ha puesto al día el caudillismo latinoamericano, y de quien hoy, pese a muchos, solamente se puede hacer un balance provisional. Cada uno de los caudillos tiene su propio estilo, y no todos deben ser medidos con el mismo rasero. Algunos han sido dictadores a secas, como Santa Anna y Díaz; otros, razonablemente democráticos, como Hipólito Irigoyen –la figura sobresaliente en la Unión Cívica Radical durante el primer tercio del siglo XX, y derrocada por el general José F. Iraburu.1

El origen de la palabra caudillo viene del diminutivo latino caput, que significa “cabeza”, “cabecilla”, y aunque no existe una definición actual única e incontrovertible, tanto en términos académicos como populares el término evoca al hombre fuerte de la política, el más eminente de todos, situado por encima de las instituciones de la democracia formal cuando ellas son apenas embrionarias, raquíticas o en plena decadencia. Caudillismo e institución democrática son elementos situados en los extremos de una línea ascendente de la evolución política en donde el primero sería el “más primitivo” y el segundo el “más desarrollado”.

El término “caudillo” es tan elástico a la hora de su uso, que se refiere a una cantidad de personalidades similares pero con grandes diferencias. En este sentido, “caudillos” han sido Villa y Zapata; Morazán y Sandino; Páez y Moreno; Santa Anna, Obregón y Díaz; De Rosas y Rodríguez de Francia; Perón y Vargas; Trujillo y Stroessner, y tantos otros que no escaparon al título –que parecía agradarles– y que a ojos de seguidores y detractores adquiría características que los enaltecía o los denostaba, según el caso. Aunque tal elasticidad del término podría dar lugar a discusiones interminables sobre lo que exactamente es y no es un caudillo, ello es un obstáculo menor en el abordaje del tema, como si habláramos de otros temas poliédricos como la democracia o el nacionalismo. Baste decir, entonces, que cuando nosPage 11 referimos al caudillo, señalamos a quienes ejercen un liderazgo especial por sus condiciones personales; que surge cuando la sociedad deja de tener confianza en las instituciones. Pesa más que sus propios partidos, tanto que a veces los aplastan.

El propósito de este trabajo es presentar elementos útiles para la explicación del fenómeno del caudillismo latinoamericano y la decantación de la semántica del término, así como suscitar interrogantes sugestivas frente a acontecimientos actuales que le están relacionados. Por su contenido, la hemos dividido en el caudillismo viejo (que posee los rasgos fundamentales del fenómeno) y el moderno (que es una puesta al día del anterior) atendiendo a sus especificidades en función de sus diferentes circunstancias históricas. Por su importancia para los tiempos que vivimos, hemos dedicado la parte de los “nuevos aires” del caudillismo a la figura del presidente venezolano Hugo Chávez, en tanto caudillo populista posmoderno, inserto en un ambiente muy distinto a la que vivieron sus antecesores, tanto en términos internos como internacionales.

El caudillo, de ayer a hoy

De acuerdo con K. H. Silvert, en Iberoamérica, el término caudillismo alude generalmente a cualquier régimen personalista y cuasimilitar, cuyos mecanismos partidistas, procedimientos administrativos y funciones legislativas están sometidos al control inmediato y directo de un líder carismático y a su cohorte de funcionarios mediadores.2 Debe su aparición al colapso de una autoridad central, capaz de permitir a fuerzas ajenas o rebeldes al Estado apoderarse de todo el aparato político. En consecuencia, es producto de la desarticulación de la sociedad; efecto de un grave quebranto institucional. La metodología histórica que ha forjado el término maneja la idea central de que el caudillo es la pervivencia de un fenómeno antiguo, propio del siglo XIX. Aunque, en general, encontraba la base de su poder en las zonas rurales, la consolidación del mismo exigía que extendiese su dominio a la capital de la nación. Así, por ejemplo, con el derrumbe del Porfiriato, México se ajustó a este patrón, y fue en más de un sentido una réplica de lo ocurrido cuando, por efecto de las luchas intestinas posteriores a la Independencia, se acabó de dar al traste lo que quedaba de la estructura institucional heredada de la Colonia. A principios del siglo XX, fueron ban-Page 12das armadas, acaudilladas por jefes nuevos o tradicionales y sin ninguna experiencia militar, las que ocuparon provisional o definitivamente los vacíos políticos existentes. Los Ejércitos revolucionarios difícilmente obedecían a un liderazgo central –llámese de Madero o de Carranza, o de cualquier otro– y más bien tendían a actuar con la mayor autonomía posible; situación que perduró hasta bien entrados los veintes. Estos serían los tiempos de un antiguo pequeño propietario y comerciante agrícola –devenido en general triunfante– de nombre Álvaro Obregón, quien va a ostentar los rasgos más definidos del último caudillo mexicano.

Entre los atributos comunes al caudillo antiguo y moderno está su cualidad carismática. Para Max Weber, carisma es “la insólita cualidad de una persona que muestra un poder sobrenatural, sobrehumano o al menos desacostumbrado, de modo que aparece como un ser providencial, ejemplar o fuera de lo común, por cuya razón agrupa a su alrededor discípulos o partidarios.”3 La atracción de los prosélitos es crucial, “y esencialmente el carisma del gran personaje no se define tanto por lo que dijera o hiciera, sino por la adhesión suprarracional de sus respectivos seguidores”.4 La dominación carismática, o del que tiene carisma –ya sea héroe militar, revolucionario, demagogo o dictador– significa la sumisión de los hombres a su jefe. El sustento del carisma es emocional, puesto que se fundamenta en la confianza, en la fe, y en la ausencia de control y crítica. Pero el carisma no basta: nadie puede ser un líder solitario, puesto que su carácter, las esperanzas de sus contemporáneos, las circunstancias históricas, y el éxito o el fracaso de su movimiento respecto a sus metas son de igual importancia en los resultados que obtenga.

El carismático, por su parte, cree, dice creer, y hace creer que está llamado a realizar una misión de orden superior y su presencia es indispensable. Fuera de él, está el caos. Aquí los conceptos de jefe y de institucionalidad aparecen claramente como distintos y contrarios. Su tipo de dominación se opone a la dominación legal y a la tradicional, porque éstas significan límites debido a la necesidad de respetar la ley o la costumbre, y tener en cuenta los órganos instituidos del control social. Weber advierte que la dominación carismática no se encuentra en estado puro en la realidad, ya que no está desprovista del todo de legalidad, y la tradición comporta ciertos aspectos carismáticos o incluso burocráticos. En mayor o menor medida, toda revolución tiene un carácter fuertemente carismático, algo compro-Page 13bado desde Cromwell hasta las revoluciones del siglo XX. Y puesto que el carisma crea situaciones excepcionales, se enfrenta a problemas difíciles de solucionar, como es la sucesión. Tarde o temprano se vuelve a un régimen tradicional o legal. Al desaparecer el jefe, se entra a una crisis de la que no se puede salir, porque su carisma ni se hereda ni deja efectos más allá de la vida del jefe. Una solución, nada segura, es que designe un sucesor en vida, con la anuencia o con la negativa de sus partidarios. En este caso, tal solución es temporal, porque por regla se origina una lucha más o menos abierta, pacífica o violenta, entre el grupo del carismático y el grupo del sucesor, y por lo regular el sector del “carismático”, en ausencia del jefe, tiende a ser dominado por su contrario.

Los caudillos no han sido necesariamente gente con arreos ideológicos o grandes proyectos de cambio social; su temeridad guerrera, sus habilidades organizativas, sus limitados escrúpulos, su capacidad para tomar decisiones drásticas, los convierten en los hombres del momento. Lograron organizar y ponerse a la cabeza de cuerpos militares triunfantes, y en su momento gozaron de una apreciable legitimidad, antes de que su sino político se eclipsara. Un instinto de autodefensa social les hizo aceptables por cientos o miles de seguidores. Y finalmente, el acceso al poder los convirtió en dictadores, marcando la parte final del ciclo. En el caso de México, la Revolución ofreció a Álvaro Obregón la posibilidad de convertirse en militar en ascenso y en político de altos vuelos. No fue, como los caudillos de otras épocas, uno que se sustentaba en una estructura política primitiva, calcada de la lealtad personal del peón o campesino hacia el patrón. Su dominio se sustentaba parcialmente en una liga de caudillos menores y caciques subordinados, aunque de volátil lealtad. Obregón estableció su poder en la jerarquía revolucionaria –primero local, luego regional y después nacional– gracias a su habilidad para cosechar victorias militares y políticas. Su poder nacional aumentó por dos factores: el apoyo popular y su...

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