Aire, calor y sangre o la vida inventada desde el Mediterráneo

AutorJosé Luis González Recio
Páginas147-200
Aire, calor y sangre
o la vida inventada desde el Mediterráneo
José Luis González Recio
Habiendo tratado ya del mundo celeste, hasta donde pudieron llegar nuestras
conjeturas, pasamos a tratar de los animales, sin omitir, en la medida de nuestra
capacidad, ningún miembro del reino, por innoble que sea. Pues si algunos no
tienen gracias con que seducir los sentidos, sin embargo, aun éstos, al descubrirse
a la percepción intelectual el espíritu artístico que los diseñó, dan inmenso placer
a todos los que pueden seguir cadenas de relación causal y se inclinan a la Filo-
sofía. En efecto, sería extraño que fuesen atractivas las copias de ellos, por des-
cubrir el talento reproductor del pintor o escultor, y que las propias realidades
originales no fuesen más interesantes para cuantos, en todo caso, tengan ojos con
que discernir las razones que determinaron su estructura. No debemos, por con-
siguiente, retroceder con infantil aversión ante el examen de los más humildes
animales [...]. Ausencia de azar y dirección de todo hacia un fin se encuentran
en las obras de la Naturaleza en el más alto grado, y el término resultante de sus
generaciones y combinaciones es una forma de la belleza.
ARISTÓTELES, Part. Animal., I, 5, 645a 5-25.
LOS HORIZONTES DE LA BIOLOGÍA GRIEGA
a idea de entidad poseedora de vida —como una singular forma de ser funda-
da en la estructura y en la dinámica esenciales de ciertos cuerpos de la Natu-
raleza— no fue una conquista conceptual espontánea o inmediata del pensa-
miento griego. No lo fue porque el fuego y el aire, las plantas, los animales y los as-
tros, los héroes épicos y los dioses poblaban un universo que se mostraba todo él vivo
a la mirada de quienes, en los siglos anteriores al comienzo de nuestra era, se asoma-
ron al mar, al cielo y a la tierra desde las orillas de Tracia, Macedonia, Tesalia, Laco-
nia o Creta. La evaporación del agua, el desarrollo de la semilla, el movimiento del
astro, la pasión humana o el designio divino formaban parte de un espectáculo univer-
sal animado y viviente. La Vida no podía ser objeto de explicación puesto que cual-
quier explicación tenía en ella sus raíces; la Vida no fue inicialmente una región de la
Naturaleza sino una manera de pensar la Naturaleza. El animismo, el hilozoísmo o el
panvitalismo —tan reiteradamente atribuidos a las imágenes del cosmos que podemos
adivinar en los fragmentos conservados de los primeros fisiólogos de Jonia— así lo
L
148 ÁTOMOS, ALMAS Y ESTRELLAS
acreditan. Y ello se hace manifiesto de modo semejante en los anteriores relatos teo-
gónicos, las epopeyas homéricas, las creencias que laten en la religión griega o los
desplazamientos semánticos de términos como el de «alma». Los efectos y el signifi-
cado de esta orientación vitalizante mostrada por las concepciones helénicas sobre lo
natural y lo sobrenatural resultaron decisivos, debido a que su preponderancia se
mantuvo, según acabo de señalar, en las teorías sobre la Naturaleza que la filosofía y
la ciencia griegas desarrollaron cuando las demandas de una racionalización y de un
fisicismo crecientes llegaron a consolidarse. La analogía microcosmos-macrocosmos
está soportada en Anaxímenes por el poder vitalizador del aire;1 el universo platónico
descrito en el Timeo tiene alma, vive;2 y la física de Aristóteles3 es un empeño expli-
cativo del cambio natural consciente o inconscientemente inspirado en la conceptua-
ción de procesos biológicos y en su posterior generalización. Puede afirmarse, pues,
que la categoría de ser vivo, en cuanto elemento conceptual que señalaba y sustentaba
la radical diferencia cualitativa entre el mundo-vivo y el mundo-inanimado, fue el
final de una esforzada empresa científica y filosófica, más que un punto de partida
plegado a las demandas primarias del pensamiento mítico o a los recursos impremedi-
tados del lenguaje y del conocimiento ordinarios. La tarea principal a que se enfrenta-
ron la ciencia y la filosofía presocráticas de la Naturaleza consistió, por el contrario,
en mostrar, en desvelar que existían manifestaciones de la physis que no poseían vida,
que constituían dominios de una realidad inerte, pasiva y —en contra de la afirmación
atribuida a Tales— vacía de dioses.4 Fue una empresa laboriosa en la que resultaron
movilizados todos los marcos ontológicos disponibles. En sus respectivos límites, se
ensayaron interpretaciones de la organización, la actividad y la historia de los seres
vivientes soportadas por el materialismo, el mecanicismo, la relación matemática, el
idealismo o el dinamismo teleológico —tal y como nos es revelado por los ensayos
programáticos y los logros científico-filosóficos de Empédocles, Demócrito, Alcmeón
de Crotona, Platón o Aristóteles—. El camino recorrido condujo, en primer término,
a la desvitalización de la Naturaleza, para llevar más tarde a la naturalización de la
Vida. Sólo habría que añadir, tal vez, que así como la ciencia posterior no se ha apar-
tado por lo general de esta segunda vía, el pensamiento filosófico ha vuelto a sentirse
atraído en más de una ocasión por la imagen de una naturaleza pensada como orga-
nismo o de una vida convertida en realidad radical.5
1 Cf. H. Diels y W. Kranz (DK en lo sucesivo), Die Fragmente der Vorsokratiker, 13.ª edición,
Dublín-Zurich, Weidemann, 1968-69. Fragmento 13 B 2.
2 Cf. Time o, 30 a-b y 34 a-b.
3 Véase en especial Phys., II.
4 «Y algunos dicen que el alma está mezclada en el todo, de ahí también quizá que Tales haya pen-
sado que todo está lleno de dioses» (DK, 11 A 2; Acerca del Alma, I, 5, 411a). Reproduzco la traducción
que se hace del fragmento en Conrado Eggers Lan y Victoria E. Julia, Los filósofos presocráticos, vol.
I (LFP en lo sucesivo), Madrid, Gredos, 1978, p. 70.
5 Las filosofías de Schelling y de Ortega son ejemplos de una y otra perspectiva.
AIRE, CALOR Y SANGRE O LA VIDA INVENTADA DESDE EL MEDITERRÁNEO 149
El subtítulo del presente volumen da por cierta la existencia de una ciencia griega.
Tomado en todo su significado y amplitud, podría sugerir, además, que las distintas
ciencias de la naturaleza caminaron paralelas a lo largo de su desarrollo, sus métodos
y sus resultados. Como punto de partida, parece difícil comprometerse con una tesis
semejante. La maduración alcanzada en Grecia por la Matemática y la Astronomía
posee todos los rasgos de una hazaña singular. Euclides y Ptolomeo —siglos más tar-
de— culminaron con sus sistemas no sólo la teoría griega del número, la forma geo-
métrica o el movimiento astronómico: clausuraron, en realidad, la contribución que
el mundo antiguo haría en esos diversos órdenes a la Edad Media y posteriormente al
Renacimiento, a partir de raíces que se remontaban a civilizaciones anteriores. Hurtar
el título de auténtica ciencia a los Elementos de Euclides o al Almagesto ptolemaico
resultaría una apuesta retórica y artificiosa. Fue mediante el diálogo con la geometría
celeste alejandrina y ptolemaica como la teoría astronómica de los siglos XV y XVI —la
de Peuerbach, Regiomontano y Copérnico— pudo abrir la senda hacia nuevas hipóte-
sis para los viejos problemas: el de la uniformidad de los movimientos planetarios, el
de la retrogradación... Y fue a través de una prolongadísima lucha intelectual y meto-
dológica con el quinto postulado de la geometría contenida en los Elementos —e
igualmente con el carácter de las proposiciones no demostradas en los sistemas axio-
máticos— como pudieron ser vislumbradas en el siglo XIX las geometrías no euclidia-
nas. En suma, la matemática de los griegos, y su prolongación hacia la matemática del
cielo, por su estructura categorial, por su diseño metodológico y por sus exigencias
epistemológicas han de ser reconocidas como genuinos ejemplos de quehacer científi-
co plenamente maduro. ¿Cabe hacer un dictamen equivalente en lo que se refiere a las
ciencias de la vida? Benjamin Farrington ha reconocido en la medicina griega preale-
jandrina unas credenciales de cientificidad parejas a las conseguidas por la Matemáti-
ca. La medicina pitagórica, primero, e inmediatamente después la hipocrática, habrían
dispuesto de recursos técnicos, de un anclaje observacional, pero sobre todo de un
aparato teórico, que permiten reconocer en sus terapeutas a verdaderos médicos en
sentido moderno.6 Es una visión que invita a la polémica por distintos motivos. Plan-
tea la dependencia entre la Ciencia y la Técnica sin ahondar en su complejidad; sitúa
en el centro del debate la relación entre teoría y experiencia; es quizá demasiado in-
dulgente con la precaria anatomía del período y da valor a una fisiología especulativa
en lo esencial. Con todo, hace sin duda justicia a la clínica, la terapéutica, el análisis
etiológico, las demandas metodológicas y las concepciones profilácticas de la escuela
de Cos. Sin entrar en el fondo del debate, lo que parece razonable aceptar es que la
Anatomía y la Fisiología de Occidente hallaron su inicial estado de acabada vertebra-
ción en el seno de la práctica médica, si bien hay que esperar a las investigaciones
promovidas por el Museo, y sobre todo a la gestación de la biomedicina galénica, para
que una afirmación semejante esté por completo justificada. ¿Cabría admitir con igual
6 Cf. B. Farrington, Ciencia y filosofía en la Antigüedad, trad. de P. Marset y E. Ramos, Barcelona,
Ariel, 1971, pp. 72-92.

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