Del Antiguo Régimen a la Constitución de Cádiz

AutorFernando Serrano Migallón
Páginas221-241

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VII. DEL ANTIGUO RÉGIMEN A LA CONSTITUCIÓN DE CÁDIZ

1. LOS DESASTRES DE LA GUERRA

Dos óleos sobre lienzo de Francisco de Goya y Lucientes (1746-1828) ilustran de manera elocuente, lúcida, y además dramática, el ingreso de la Monarquía de España en la Edad Contemporánea: La carga de los mamelucos en la Puerta del Sol, que lleva una inscripción en la parte superior, en el cielo, a la izquierda, que dice: “Madrid/Dos de Mayo”, fecha simbólica, que marca el inicio de la Guerra de Independencia española contra las armas imperiales francesas (1808-1814), y El Tres de Mayo de 1808 en Madrid o Los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío. Ambas obras, producto de apuntes tomados en el momento y lugar, finalizadas hacia 1814.

Goya ofrece, en el primer cuadro, una escena del levantamiento del pueblo español contra la caballería napoleónica y mercenaria, de turbante y sable en mano, que a las órdenes del lugarteniente del Emperador, el Gran Duque de Berg, Joaquín Murat, intenta reprimir, aun con artillería, el alzamiento del pueblo de Madrid con motivo del traslado del Infante Francisco de Paula. De la dura represión que siguió tenemos la imagen concreta del segundo cuadro: de entre la multitud un hombre, con las manos en alto, en medio de la noche, iluminado por una lámpara, a punto de ser asesinado por los franceses.

Estos hechos serán la manifestación violenta de una serie de acontecimientos que han conducido a la más grave crisis de la Monarquía de España: los Tratados de Fontainebleu, en octubre de 1807, por los que Carlos IV, a instancias del favorito de la reina María Luisa de Parma, Manuel Godoy, consiente la entrada de las tropas napoleónicas en la península; el proceso de El Escorial, en que es develada la conspiración del heredero jurado al Trono de España, Fernando, contra sus padres; los motines de Aranjuez, el 17 y 19 de marzo de 1808, que producen la caída de Godoy y la renuncia de Carlos IV a favor de Fernando VII, el Deseado; la partida de Fernando al encuentro de Napoleón Bonaparte en Bayona; la presencia insultante del Ejército francés en las plazas fuertes de España y el influjo irresistible que ejerce el lugarteniente napoleónico, Murat, sobre el Real y Supremo Con-

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sejo de Castilla y la Junta Suprema de Gobierno, nombrada por Fernando para llevar los negocios de la Monarquía en su ausencia. Todo ello se precipita aquel 2 de mayo: el pueblo español, en un levantamiento espontáneo, desorganizado, disperso, pero unánime en el propósito, rechaza la invasión francesa.

Al rehusar cualquier gesto de sumisión a las fuerzas napoleónicas, en un vigoroso impulso patriótico, la Monarquía de España se ve inmersa en un proceso insurreccional. Ante la ausencia de los reyes legítimos y dada la obsequiosidad de la Junta Suprema de Gobierno hacia el invasor, así como la colaboración impuesta al Consejo de Castilla, no existe para los españoles referente institucional que enderece la cabeza de la Monarquía. Los minis-tros que permanecen no son de fiar, ni han de ser obedecidos: los fernandistas, por un lado, procuran su protección bajo el ala imperial y, por el otro: los afrancesados, bajo la mirada ilustrada del francés, y de su mano firme, esperan la anhelada reforma de las instituciones de la Monarquía. Así las cosas, en medio de la destrucción que pinta Goya, hay en España un insondable vacío de poder.

Los estertores del Antiguo Régimen, en aquel 2 de mayo, inician con un reflejo de conservación patriótico y, luego, de manera casi automática, insurreccional, en un proceso que derivará en la sustitución, bajo la sospecha de contemporizar con el francés, de los magistrados y agentes monárquicos previamente establecidos, por unas autoridades cuya única legitimidad proviene del levantamiento popular. Las noticias de los últimos sucesos de Madrid se reciben pronto en las cercanías de la ciudad. Desde ahí, un comunicado, dirigido por Andrés Torrejón a las provincias meridionales de España, anuncia: “La Patria está en peligro, Madrid perece víctima de la perfidia francesa. Españoles, acudid a salvarla. Mayo 2 de 1808. El Alcalde de Móstoles”.1 Lacónica proclama que, en su brevedad y concisión, resume el íntimo sentir popular.

Menos convincente, y mucho más largo en las explicaciones, será el llamado del rey. Desde el Palacio Imperial de Bayona, el 4 de mayo, explica a los españoles:

… hombres pérfidos se ocupan de perderos y quisieran daros armas para que las empleéis contra las tropas francesas, anhelando recíprocamente a excitaros contra ellos y a ellos contra vosotros […] Si los escucháis, acarrearéis la pérdi-

1 Manuel Fernández Martín, Derecho parlamentario español, Congreso de los Diputados, Madrid, 1992, t. I, p. 313.

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da de vuestras colonias, la división de vuestras provincias y una serie de turbulencias e infortunios para vuestra patria […] Seguid mi ejemplo y persuadíos de que sólo la amistad de grande Emperador de los franceses, nuestro aliado, puede salvar a España y labrar su prosperidad.2Pero esta voz parece forzada; y lo es, dadas las circunstancias, siendo además inaudible.

Tras el grito libertario del Alcalde de Móstoles, acto continuo: Asturias, Galicia, Santander, León, Logroño, Segovia, Valladolid, Cartagena, Murcia, Valencia, Zaragoza, Cataluña, Sevilla, Cádiz, Jaén, Córdoba, Granada, Badajoz, las Baleares y Canarias, España entera se alza contra Francia. Dando así un giro al régimen monárquico. En cuatro o cinco semanas, ninguna de las autoridades preestablecidas seguirá en el ejercicio de sus funciones.

Francisco de Goya vivió la represión de las revueltas que siguieron al 2 de mayo, en Madrid, pero también, en su amplitud e intensidad durante la Guerra de Independencia de España: desde el comienzo, en Zaragoza, adonde se trasladó en octubre de 1808 llamado por el Capitán General José Rebolledo de Palafox. Sus impresiones, el horror y absurdo de la guerra, fueron traducidas en los expresivos grabados: “Fatales consequencias de la sangrienta guerra en España con Buonaparte. Y otros caprichos enfaticos, en 85 estampas. Inventadas, dibuxadas y grabadas, por el pintor original D. Francisco de Goya y Lucientes(1811-1815), mejor conocidos como Los desastres de la guerra. Las 85 láminas de la colección no afirman nada, no proponen una explicación; se limitan a ofrecer ejemplos.

Una figura arrodillada y suplicante, con la leyenda al pie: “Tristes presentimientos de lo que ha de acontecer”, abre la primera parte de Los desastres. Le sigue Con razón o sin ella, la lucha cuerpo a cuerpo de españoles —lanza en mano— y franceses —a bayoneta calada— y, en la siguiente, Lo mismo: rompe el horizonte el hacha y la espada. La rapiña, la tortura, el asesinato y el amontonamiento de cadáveres —estampa 22, Tanto y más— se suceden hasta las imágenes 37, Esto es peor, y 39, Grande hazaña! Con muertos!, en las que la violencia indescifrable se reduce a figuraciones precisas: el empalamiento de un hombre en la punta de un árbol y tres cuerpos mutilados dispuestos también sobre las ramas de un árbol muerto.

La segunda parte de Los desastres muestra a los que piden en las calles,

2 Manuel Rodríguez Alonso, Los manifiestos políticos en el siglo XIX (1808- 1874), Ariel, Barcelona, 1998, p. 19.

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el hambre —la indefensión de unos y la indiferencia de los otros— y el traslado de cadáveres, en la ilustración número 56, Al cementerio, hasta la es-tampa 69, Nada. Ello dirá que Goya pudo haber pensado como última de la serie: un esqueleto que sale de la tumba con un papel en la mano en el que aparece escrito: “Nada”. La interpretación de la estampa es engañosamente sencilla. Un desesperado nihilismo, eso parece que queda de las refriegas; pero el periodo que cubren Los desastres, de 1810 a 1814, no sólo conoce la destrucción. Hay un espacio, limitado y dividido, pero existente, en que la historia de España continúa su propio devenir. Goya mismo tendrá que elaborar la Alegoría de Madrid (1810) por encargo del Ayuntamiento, añadiendo la efigie del rey puesto por el Emperador en el Trono español, José Bonaparte. Y para salvar la vida también, recibirá la condecoración de la Orden Real de España, vulgarmente llamada la Orden de la Berenjena.

También hay mudanzas. En el espacio abierto por las armas imperiales, en medio de pertinaz resistencia, pretenderá regir el Estatuto Constitucional de Bayona con considerables novedades jurídicas; los oficiales franceses, animados por el círculo de los afrancesados, querrán regenerar las antiguas instituciones e introducir otras nuevas: las Comisarías Regias, para guardar el orden. Y también, para mayor control, querrán dividir la organización administrativa según el modelo departamental napoleónico, en Prefecturas, Subprefecturas y Municipalidades. Creando además Juntas de beneficencia, de caridad, de salud, de instrucción y, lo más importante, de contribuciones. Todo ello, incluido el Estatuto, implementados para lograr una mayor uniformidad y homogeneización al interior de la Monarquía. En su sentido más profundo, inequívoco, se pretenderá la abolición y disolución de los antiguos lazos jurídicos, muchos de ellos vinculados a las corporaciones, pero también al territorio.

Una nueva geografía, y una nueva historia que pretenden unir a España y a las Indias al imperio napoleónico. Los anuncios de los Artículos 96 y 113 del Estatuto: “Las Españas y las Indias se gobernarán por un solo Código de leyes civiles y criminales; Habrá un solo código de Comercio para España e Indias”, buscan ya la homogeneización y uniformidad, indispensables para la ampliación del poder imperial.

Y hay otro espacio, el de la resistencia española, que se proyecta de manera vigorosamente creativa. Es la otra cara de Los desastres, y la de más brillo. En este...

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