Creadores y acceso a fuentes electrónicas en la sociedad de la información del siglo XXI

AutorHéctor Pérez Pintor
CargoDoctor en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid, con reconocimiento suma cum laude
Páginas99-114

Héctor Pérez Pintor.1

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I Introducción

El Derecho de la Información es una disciplina de larga data en Europa. El profesor José María Desantes Guanter, profundo conocedor del tema, situó su punto de partida en la obra de Francisco de Vitoria2, quien pronunciaba en el curso 1538-1539 y siguiente, sus famosas “Relecciones” en la Universidad de Salamanca3.

El catedrático proclamaba aquel año que “(...) La justicia solamente puede ejercitarse entre los hombres que conviven y perece en la soledad; (...)”4. De Vitoria entendió que “comunicabilidad” y “sociabilidad” son rasgos naturales a todos los hombres y que puesto que la facultad de hablar es propia del género humano, dicha facultad se convierte en el núcleo de la información y de todas las técnicas de comunicación, conocidas y por conocer.

Todo cuanto se deriva de esta afirmación ya lo sabemos o podemos intuirlo; si lo natural es hablar, también ha de serlo expresarse por escrito, de forma audiovisual y, como no, electrónicamente5.

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Esta reflexión adquiere toda su proyección civil cuando en 1948, el artículo 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos6 reconoce el derecho de todos y cada uno a investigar, a difundir y a recibir noticias, propaganda y críticas7. Estos tres últimos términos designan las tres clases de mensajes más estudiados: los mensajes de hechos, los mensajes de ideas y los mensajes de opinión.

II Los sujetos del derecho de la comunicación en Internet

Sin embargo, lo que en este momento interesa no es tanto la tipología de los mensajes cuanto la calidad y la cantidad de los sujetos que legítimamente intervienen en el proceso informativo y a efectos jurídicos.

Durante décadas, incluso siglos, la distinción de papeles en el sujeto de la comunicación ha sido nítida; unos sujetos recibían información, otros difundían información y otros la investigaban. Esta triple distinción ha permitido a los autores hablar del “sujeto universal”8, del “sujeto cualificado”9 y del “sujeto organizado”10.

Cuando, tradicionalmente, se ha pensado en el “sujeto universal”, el “todos y cada uno” del derecho a la información, expresiones como “sujeto receptor”, “opinión pública” o “audiencia” han sido, quizás, las que más gráficamente nos han presentado a un sujeto, ya suficientemente activo, pero que sólo recibía mensajes, aunque podía elegir entre un medio de comunicación y otro, entre un programa y otro, entre un mensaje y otro.

Cuando, también de manera convencional, hemos hablado del “sujeto profesional” hemos identificado a un periodista, a un redactor, a un colaborador, a una persona que desde la redacción de un medio de comunicación investigaba acontecimientos de la vida comunitaria con un mayor o menor grado de interés público y que pasaban a ser difundidos. Este sujeto, con su estatuto profesional específico, con su conjunto de derechos y de deberes derivados de las normas positivas, de los contratos colectivos de trabajo y de sus propios contratos, ha sido investigador y comunicador.

Cada vez que nos hemos referido, no al producto informativo, no al medio de comunicación, sino al propietario del medio, al empresario de comunicación, lo hemos denomina-

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do “sujeto organizado”11. Su forma de establecerse ha sido diversa. Pero, efectivamente, lo que ha difundido ha sido el medio de comunicación; ha puesto a disposición del público un medio de comunicación: un periódico, una emisora de radio, un canal de televisión. A ese “sujeto organizado” lo hemos llamado, unas veces, editor. Otras, productor. Aquí los tenemos, a los tres: al público receptor, al comunicador profesional y al editor del medio informativo.

Si uno se fija bien, ha de observar necesariamente que el producto en torno al cual gravitan sus respectivas facultades –la facultad de investigar, la facultad de difundir y la facultad de recibir- es el mensaje, el artículo periodístico, el libro. Podemos, entonces, trasladar esta argumentación a otros soportes que no sean el impreso: el fonograma, el filme, pero que siguen siendo convencionales12. También ahí se identificará un público receptor, un creador, compositor o autor y un difusor o productor.

Para todos ellos, para ellos tres, el centro de su atención es la obra del espíritu. Unos quieren explotarla, otros desean entrar en su conocimiento, acceder a ella. El derecho a explotar una mentefactura propia y el derecho a acceder a una obra del espíritu ajena son las dos caras –inexcusablemente complementarias- de una moneda. No se contradicen. Se necesitan. Esta es la lectura legítima, justa, que cualquiera puede hacer del artículo 27 de la Declaración de Derechos Humanos, según el cual el público tiene derecho de acceso a la cultura y los autores tienen derecho a explotar económicamente sus obras13.

Situado, así, el derecho de autor, en el corazón del Derecho de la Información convencional14 deberíamos ver, ahora, en qué medida el razonamiento tiene su traducción en el ámbito electrónico.

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Desde la versión más sofisticada de cualquier medio de comunicación convencional hasta el más sencillo sitio electrónico, no cabe duda de que hay ciertas coincidencias; En primer lugar, las peculiaridades de Internet favorecen la convergencia de medios de comunicación convencionales en un sitio web15. Esto quiere decir que los contenidos que cualquier creador puede ubicar en su “sitio” responderán a los modos de comunicación propios de la televisión convencional, de la radio convencional, de la prensa convencional.

La particularidad ahora es que el soporte permite que en nuestros sitios web converjan todos esos medios, simultáneamente, que se den manifestaciones de muchos de ellos. Nuestros sitios pueden tener texto, imágenes planas, imágenes en movimiento, sonido, etc. Por eso, el “website”16 es un “multimedia”.

En segundo lugar, la elaboración de un “website” suele requerir la participación de varios autores. Se precisa que un programador y/o un diseñador dominen el lenguaje electrónico para que conviertan en un idioma comprensible para las máquinas aquello que deseamos visualizar. La pestaña “ver” de la barra de herramientas nos permite acceder al “código-fuente” utilizado por uno de los creadores para elaborar el sitio web. Normalmente, los programas necesarios para elaborar el “código-fuente” están a libre disposición del internauta. Su acceso es gratuito e incondicionado. El código-fuente está protegido por el derecho de autor. No es una idea o un principio.

Los contenidos del sitio web son otra cuestión, cada vez más debatida; no es fácil dotar de contenidos a un website. Las peculiaridades de la red exigen que dichos contenidos sean periódica o frecuentemente actualizados. Como a estas alturas existe un universo de contenidos volcados en la red lo más sencillo es descargar lo que se necesita y colgarlo en el sitio de uno, sin atender a razones. Razones aquí quiere decir condiciones, las condiciones que los otros creadores ponen para que nosotros accedamos a sus contenidos y los utilicemos.

Sin embargo, cualquier estudioso del Derecho que se precie, debe ser consciente de que los mejores sitios, los más ricos, los más útiles, suelen disponer de tres tipos de cláusulas:

(a) las condiciones generales de contratación en ese sitio,

(b) la salvaguarda de la autoría o protección de la titularidad intelectual de los contenidos de ese sitio y

(c) la protección de los datos personales de los internautas que se desplazan por ese sitio o que hacen sus adquisiciones o contratan servicios en ese sitio.

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En todo caso, lo más normal es que un “website” sea una obra de colaboración17 –como puede ser a nivel convencional una película cinematográfica- o una obra colectiva18 –como sería el caso de un manual de Derecho escrito por varios profesores, si cada capítulo estuviera firmado por el profesor que efectivamente lo hubiera escrito-, en función de que las creaciones de los autores sean o no disociables y atribuibles a un autor específicamente.

Además, los “websites” tienden a ser, con frecuencia, “obras compuestas”19, es decir, que incorporan otras obras preexistentes –así ocurre en términos convencionales, cuando en una película cinematográfica se introduce una canción de un compositor vivo interpretada por un artista también vivo-.

Ahora bien, para entender las novedades que la tecnología trae consigo, hemos de considerar, en tercer lugar, la naturaleza del sujeto comunicador en red.

En su obra “Ética y Derecho, promotores de la técnica informativa”, editado por la Universidad de Piura en 1998, José María Desantes afirma que la triple distinción doctrinal de sujetos que tan efectivamente había funcionado durante décadas –recordemos al sujeto universal, al sujeto profesional y al sujeto organizado-, no es válida en las comunicaciones en línea20.

Así es, el internauta es una persona inquieta que, a veces, investiga, a veces, difunde, y, a veces, recibe información electrónica. Su posición es variable. Hasta tal punto esto es así que, incluso, la cascada de responsabilidades jurídico-informativas que hemos heredado de Napoleón se funde hasta casi desaparecer. Curiosamente, lo mismo que sucede con las barreras del tiempo y del espacio en Internet.

III Responsabilidades online. Los autores del ciberdelito informativo

Cuando hablamos de autores, no obstante, también podemos estar haciéndolo de autores de delitos y de infracciones informativas, unas veces convencionales y otras, electrónicas. Muchas de ellas pasan por la pérdida de respeto por la creación ajena.

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El Derecho Informativo continental –me refiero al que se formó a partir de Roma, de los mejores momentos del Derecho Alemán, Español, Francés e Italiano- ha entendido que el...

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